La Salada, la feria en los márgenes del relato

Por Andrea Sosa Alfonzo | Fotos: Sub Cooperativa de Fotógrafos

Sebastián Hacher es periodista, escritor y fue uno de los fundadores de Indymedia Argentina. Nació en 1976 en Ciudadela, Provincia de Buenos Aires. En 2011 publicó Sangre Salada. Una feria en los márgenes por Editorial Marea.

El libro cedido por el autor, del cual en esta ocasión publicamos sólo un fragmento, retrata la feria textil ilegal más grande de América Latina, ubicada en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Sus páginas atraviesan las historias de las familias migrantes que la integran.

De actual lectura a pesar de la antigüedad de su publicación, Sangre Salada es un texto que con la ambición de la crónica literaria pero sin perder el rigor de la investigación periodística, hace foco en el juego contradictorio entre la miseria y la abundancia y visibiliza las reglas propias de un universo cagado de matices y de primeras personas que creció próspero como el negocio. El trabajo a destajo, la ambición y el sometimiento a las redes ilegales bajo la tutela de las fuerzas policiales, se vuelve una crónica indispensable acerca de la vida y la muerte.


 

Argentina : Feria de La Salada. Feria de productos ilegales, textil, Cd- DvD, electronicos e importados. En la provincia de Buenos Aires, Ingeniero Budge - Partido de Lomas de Zamora. Feria de Punta Mogote./..Argentina :the largest illegal market in Latin America, La salada is where are sold majority of ilegal clothes, CD and Dvd and electronic material, as lots of other things. In the empoverished Buenos Aires suburb of Ingeniero Budge, Provonce of Lomas de Zamora./..Argentine : Marche ilegal de La Salada. Pres de Buenos Aires, dans la proche banlieu de Lomas de Zamora, se trouve le marche ilegal le plus grand d' Amerique latine. Vetement de contrefac?on, CD et DVD, produit electronique et toute sorte de marchandises se vendent au mayoristes et minoristes venus de tout le pays.

*En 1989 Gonzalo Rojas Paz no usaba smoking para las fiestas ni era dueño de ese porte elegante con el que pasaría a la historia. Sus enemigos –ya los tenía en aquel entonces– decían que como egresado de la academia policial boliviana podía ser tanto un líder preparado, como alguien capaz de aprovecharse de sus paisanos.

Cada lunes, unos quinientos inmigrantes se reunían al costado del Autopista Riccheri, en el Puente 12. Por la tarde se improvisaba una feria de comidas típicas, cerveza y algunos productos contrabandeados desde Bolivia y Brasil. Gonzalo era la cara visible de los feriantes. Se había ganado el lugar después de impedir un operativo de la policía bonaerense. Hasta sus detractores recuerdan que se desabrochó los botones de su camisa, se paró frente al cordón de infantería y abrió los brazos en cruz para intentar detenerlos.

–¡Es una injusticia! –dicen que gritó–. ¡Pasarán sobre mi  cadáver!

Unos minutos después, cuando la policía avanzó sobre él, un grupo de cholitas lo rescató a fuerza de rasguñar y morder a los agentes. Edwin –al que todavía le faltaban veinte años para pesar 150 kilos y ser el buda de la abundancia– estaba allí para comprar Mentisán, una crema boliviana que calma casi todos los dolores.

–Gonzalo se convirtió en una especie de héroe –dirá Edwin años más tarde–, porque sabía hablar bien y defendía a los paisanos. Pero también era terrible: como la gente lo amaba, les pedía plata prestada o mercadería para revender, y nunca devolvía nada.

Algunos lunes, la policía cobraba su diezmo y los dejaba trabajar. Otros, sin motivo aparente, los puestos de comida eran rociados con querosén, y los bombones y cigarrillos importados terminaban en el baúl de los patrulleros. Gonzalo intentó buscar una salida. Se ofreció a negociar con el intendente de La Matanza, Héctor Cozzi. Le llevaron una propuesta para que todo se volviera previsible: pagar una coima fija y garantizar que no los molestaran.

Cozzi los recibió en su despacho, escuchó los discursos y dijo que le parecía bien. Casi al final, Gonzalo pidió la palabra por última vez.

–Nos gustaría –propuso– que todo quedase por escrito, para que no haya lugar a equívocos.

El intendente lo miró como si le hablase en un idioma extraño.

–Aquí por fin haremos que el trabajo de mis paisanos sea respetado –dijo Gonzalo.

Había pasado un mes de la pelea con el intendente. El lugar donde se levantaría Urkupiña, la primera de las ferias que luego formaron La Salada, era una especie de camping a pocos metros del Riachuelo, en Ingeniero Budge. Había tres predios separados, cada uno con piletas de agua salada, y alrededor otras más pequeñas. El dueño de una de ellas le había ofrecido a Gonzalo alquilar el lugar para armar la feria. Con los años, la escena se convertiría en mito fundacional y las palabras de Gonzalo sonarían como las de un profeta. En el recuerdo habrá viento, eucaliptos y olor a pasto recién cortado. Gonzalo extenderá la mano para señalar el paisaje, como quien imagina los contornos del futuro.

Nadie desmentirá el relato que será repetido por los únicos dos testigos presentes en el lugar. El primero era Quique Antequera, un comerciante textil que había perdido todo con la hiperinflación. Quique sabía –gracias a sus amigos bolivianos– que era más rentable viajar en avión hasta Santa Cruz de la Sierra y traer camisas de contrabando que fabricarlas. La otra era Mary Sarabia, la esposa de Gonzalo. Ella todavía no ostentaba ningún tipo de poder, pero pronto se convertiría en la dama de hierro de La Salada.

Quique y Gonzalo se habían conocido en la feria de los lunes en el Puente 12. Los dos tenían la misma edad: 26 años. Gonzalo lo llevaba a todas las negociaciones a las que iba, a pesar de que era un tipo callado. O quizás, opinaban algunos, lo invitaba por eso.

–Yo soy boliviano, tú eres argentino –le dijo al principio de la relación–. ¿Por qué no trabajamos juntos? Siempre hace falta un argentino para firmar los papeles.

Algunos meses después del inicio de ese pacto, mientras miraban esa pileta rodeada por árboles y parrillas, Quique rompió su habitual silencio.

–¿Da para venir acá? –preguntó–. Esto es tierra de nadie.

El lugar estaba en plena decadencia. Los dueños de las piletas intentaban cualquier cosa para atraer al público, pero el rumor de que el agua salada producía infecciones, la contaminación del Riachuelo –que pasaba a unos metros de allí– y lo agreste del barrio se habían conjurado contra ellos.

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La gloria de La Salada en versión pileta había coincidido con el auge del peronismo. El fundador de los balnearios, Manolo Presa, era uno de esos típicos inmigrantes españoles empeñados en hacerse la América a fuerza de torcer el lomo. Construía estaciones de servicio y cada tanto se ponía al volante de un auto para correr como los profesionales. Uno de sus máximos orgullos –unas de esas historias que se les cuentan a los nietos en las reuniones familiares– era su amistad con Fangio. Pero mientras el otro se consagraba como quíntuple campeón mundial de Fórmula 1, Manolo tuvo que dedicarse a otra cosa: hacer algo con sus huesos, que crujían desde que un accidente de autos le había estropeado la columna.

A principios de los 40 no sabía qué más hacer con su cuerpo, y fue a Mar del Plata para ver a un curandero que calentaba el agua del mar para aliviar a sus pacientes. El tipo atendía en el balneario Punta Mogotes y tenía bastante éxito. Manolo volvió sin dolor, y con la idea de repetir la experiencia en Buenos Aires, donde todavía no se conocían las aguas termales. Llegó hasta La Salada y compró tierras. Hizo lo mismo que el curandero: tomó el agua con sal que manaba del suelo y la calentó hasta convertirla en el bálsamo que tanto bien le había hecho. El rumor corrió  enseguida. De todo el Gran Buenos Aires llegaron hombres y mujeres con afecciones en los huesos y la esperanza de aliviar sus males.

Pronto, La Salada se convirtió en un centro terapéutico y en una alternativa de veraneo para los trabajadores que emigraban  en masa desde el interior del país y que todavía no podían vacacionar en el mar. El nombre Punta Mogotes –que Manolo había elegido como homenaje al lugar donde conoció el milagro– se volvió metáfora: era una ciudad balnearia de segunda marca, para pobres. Nadie imaginaba que ese destino iba a perpetuarse bajo distintas formas.

Casi cuarenta años más tarde, lo único que sabían Gonzalo, Quique y Mary era que ese predio que tenían delante era el último refugio que les quedaba.

La calle Newton bordea la entrada a Urkupiña y Punta Mogotes, las dos ferias legales más grandes de La Salada. En ambas, las piletas, los árboles y el pasto sobre el que hacían picnics las familias son apenas un recuerdo: todo quedó sepultado debajo de los escombros con los que se rellenó cada espacio utilizable. No hay un centímetro que perder: los puestos se arman hasta sobre la vía del tren, y solo se mueven cuando la locomotora silba a pocos centímetros de compradores y vendedores. En la avenida Newton, después de las ocho de la noche, los vendedores ambulantes forman un boulevard humano en medio de la calle. La mayoría ofrece cortinas para baño, muñecos de peluche, medias y anteojos de sol.

Vista panoramica del mercado de La Salada.

Más o menos a las nueve de la noche, los vendedores y los carros llenos de mercadería se amontonan contra los portones de las ferias. Una hora más tarde, cuando las puertas se abren, los hombres y las cosas parecen adquirir un ritmo particular, mezcla de somnolencia con alegría. El clima es el de una terminal de micros en cambio de temporada.

En Urkupiña, los puesteros entran y acomodan sus cosas en la oscuridad. A veces usan vinchas con linterna para aprovechar las dos manos y acomodar todo rápido, como podrían haber hecho sus paisanos en las minas de Potosí. Otros, más precarios,  entrecierran los ojos e intentan guiarse en las sombras. Un grupo de hombres controla que el tropel avance de forma ordenada. Entre todos sobresale uno de campera aviadora y gorro deportivo. Es apenas un poco más alto que el común de la gente, pero tiene algo que lo destaca: es Quique Antequera. Detrás suyo hay dos gigantes vestidos con equipos de fútbol tan nuevos como iguales. Ninguno de los dos disimula que es guardaespaldas, y que la persona a la que cuidan es al que todos llaman Número Uno.

Una hora después de que abra la feria, Antequera caminará por el estacionamiento hacia el fondo, donde está la administración. A diestra y siniestra, estacionados en un ángulo de 45 grados casi perfecto, habrá dos centenares de micros de larga distancia, la mayoría de dos pisos. Quique pasará entre ellos justo por el centro, seguido por su corte, como una verdadera diva del conurbano en un teatro de revistas gigante.

 

Fragmento

Capítulo 1. Urkupiña: Historia de una fundación”.

Sangre Salada. Una feria en los márgenes.  

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