Por Melisa R. Sánchez* | Ilustraciones: Sororidad y Fé | Fotos: Euge Neme y Ramiro Sáenz
Las experiencias de mujeres evangélicas complejizan el debate que instala estereotipos y supuestos de sumisión al orden patriarcal. ¿En qué se fundan los temores de sectores que se reconocen como “progresistas” acerca de las alianzas entre conservadores y comunidades religiosas? Las discusiones desatadas a partir de la serie El Reino emitida por la plataforma Netflix, actualizó los debates en torno a las religiones en el espacio público y político, particularmente, en el marco de las agendas de ampliación de derechos de los feminismos y colectivos LGBTIQ+.
El perfil de facebook de Débora
Realizando mi trabajo de investigación sobre familias evangélicas, me relacioné con muchas mujeres de distintas edades y sectores sociales, entre ellas, Débora. Ella tiene 26 años, vive en una localidad del interior cordobés y está casada con un joven proveniente de las familias tradicionales de su congregación evangélica. Débora no proviene de “cuna evangélica”; se acercó a la fé en su adolescencia y reconoce que por momentos se siente “más creyente” que su marido, quien perteneció siempre al mundo evangélico. Sus padres están separados desde que ella es pequeña, lo que la ha habilitado a experimentar diversas formas de vivir la familia y de construir su sistema de creencias, abonado por los intercambios con su padre ateo y su madre católica. Débora expresó contradicciones con lo que ve y escucha en la iglesia a la que asiste, la cual pertenece a una de las corrientes evangélicas con mayor trayectoria en el país, conocidos como “Hermanos Libres”. Esta línea denominacional es parte de la amplia diversidad que hay dentro del campo evangélico. Se caracteriza, entre otras cosas, por privilegiar a los varones en los lugares de liderazgo, enseñanza y voz pública, mientras que las mujeres participan, por ejemplo, como músicas en el culto, desarrollando actividades de formación para los niños/as, adolescentes, como así también en las tareas de evangelización. En general, las mujeres sólo ocupan espacios de liderazgo y decisión cuando lo hacen conjuntamente con sus maridos.
Débora me comparte que siente como una injusticia que las mujeres no puedan representar a los ministerios en los que se desempeñan y malestar con posicionamientos políticos que asumía el pastor desde el púlpito en torno a discusiones sobre el matrimonio igualitario, los feminismos y recientemente sobre el aborto. Estas inquietudes impulsaron a Débora a contactarse, mediante las redes sociales, con un grupo de creyentes con perspectiva crítica y feminista, los cuales representan una oportunidad de crecimiento y fortalecimiento de sus propias creencias. Al comenzar a compartir en las redes sociales estos posicionamientos propios, recibió agresiones verbales y destratos de personas que comparten su espacio de participación religiosa y del entorno familiar. Pasados unos meses de las primeras conversaciones, me cuenta de una crisis de pareja, a raíz de la cual opta por mantener su relación de pareja, dejando de hacer publicaciones sobre feminismo en las redes sociales. En este intercambio, reflexiona dándose cuenta de que era capaz de renunciar a muchas cosas para evitar conflictos con el marido y su familia, aunque le parecieran muy injustas. Sin embargo, enfatiza que esto no es que haya cambiado su opinión y forma de pensar y sentir la fe. Débora ha acompañado a otras mujeres en la decisión de interrumpir sus embarazos, a la vez que continúa con sus lecturas sobre teología feminista. Refiere que la pandemia le ha permitido mantener la distancia con el espacio de la iglesia local, aunque su fe en Dios sigue intacta.
La experiencia religiosa desde los cuerpos: una mirada interseccional
Cuando se piensa en la intersección entre género y religión, rápidamente emergen palabras como “manipulación” “sumisión” “disciplinamiento”. Lo cierto es que las formas de ejercicio de los poderes no son lineales ni unidireccionales. La narración de Débora permite vislumbrar diversos puntos de “tire y afloje” que no se quedan en el espacio institucionalizado de la iglesia, sino que conforman a los sujetos y las relaciones entre elles. Siguiendo a Foucault (2018), diríamos más bien que los poderes conforman una trama que penetra los cuerpos de diversas maneras, circula, presenta resistencias, se recrea. En estas tramas, les agentes asumen múltiples posiciones, tensionan, ponen en cuestión algunas cosas y asumen otras como propias, como pudimos ver en Débora, moviéndose con ágil cintura entre el distanciamiento, el oportuno silencio y la acción concreta.
La presencia de estereotipos, en particular sobre personas religiosas, pone de relieve no sólo desconocimiento, sino la prevalencia de supuestos por sobre los cuerpos que habitan esas identidades, obstaculizando la problematización sobre los fenómenos sociales. Tal vez, más que comprobar cuán acertades o no estamos en nuestra posición “progresista”, deberíamos proponernos comprender las formas de experimentar lo religioso desde estos cuerpos, cómo dan sentido a las vivencias, cómo resuelven los dilemas de sus tiempos y territorios.
Uno de los puntos a tener en cuenta en esta articulación es que lo religioso debe ser comprendido como parte de las interseccionalidades (Crenshaw, 1989; Viveros Vigoya, 2016) que experimentan los cuerpos, conjuntamente con la raza, el sector social, los géneros. Esta perspectiva nos invita, en primer lugar, a desjerarquizar las opresiones, entendiendo que las desigualdades y violencias no pueden ser comprendidas escindidas del sector social en el que las mujeres se desempeñan, ni de los procesos de racialización. Las creencias constituyen lugares desde donde las personas experimentan el mundo.
En esto es necesario hacer una salvedad en torno a religiosidad, las creencias y espiritualidades. Las creencias son parte de la vida humana; son diversas, yuxtapuestas y hasta contradictorias, en relación a búsquedas de respuestas a lo trascendente. Estas creencias pueden estar más o menos estructuradas, pueden involucrar distintos rituales y objetos que obtienen el carácter de sagradas por ser parte de esa conexión con Dios, en el caso del cristianismo. Estos rituales tienen distintas formas de institucionalización con estructuras organizacionales, normas y disposiciones singulares. En el imaginario social se asocia las creencias con la idea de religiosidad por su dimensión institucional y carácter colectivo. Por el contrario, las espiritualidades refieren a las diversas maneras en que cada une se relaciona con la trascendencia, que abarca desde la lectura de textos sagrados, la meditación o la relación con la naturaleza, por ejemplo. De ahí que las creencias conforman formas singulares de ser y estar en el mundo, y dan singular sentido a la comprensión de las relaciones de pareja, parentescos, relaciones de autoridad y representaciones sobre la justicia, la solidaridad, el amor.
En 2019, un equipo de cientistas sociales de CEIL-CONICET realizó una encuesta nacional sobre creencias y actitudes religiosas, donde se puede tener al menos una imagen de cuales son las principales creencias en nuestro país. Si bien respecto a la misma encuesta realizada en 2008, ha crecido la población que se identifica como evangélica (15,3%), sigue habiendo una prevalencia significativa del catolicismo (62,9%). Estas identidades religiosas colectivas, son sólo autopercepciones de identidad. No sería posible vincularlas de manera lineal con la adhesión de les fieles a las normas religiosas o a sus representantes. Las creencias son construcciones mucho más complejas y diversas.
Las mujeres evangélicas encuentran en los espacios institucionales de sus iglesias diversas motivaciones aparte de las creencias. Disfrutan el encuentro con amistades, entablan relaciones de cuidado, de intercambio de distintos recursos materiales y servicios, e instancias de recreación. Pero también, en éstas se plantean disputas de intereses, juegan formas del ejercicio del poder, que muchas veces se acercan más al control de la vida que al cuidado. Esto tiene que ver con otro aspecto a tener en cuenta sobre el cristianismo evangélico.
Dar cuenta de cómo las mujeres evangélicas experimentan las relaciones de género implica comprender lo que ocurre con la interpretación de los textos sagrados. Uno de los principios que caracteriza al credo evangélico es la noción de sacerdocio universal, que contrariamente a lo que ocurre en el catolicismo, implica que las personas no requieren de un mediador para el encuentro con Dios, otorgando un amplio y flexible margen interpretativo y de expresiones de lo sagrado. Sin embargo, las contextualidades que encarnaron las personas a lo largo de la historia del cristianismo protestante (desde la reforma del siglo XVII hasta la actualidad), asentaron y sedimentaron interpretaciones de la Biblia y modus operandis desde una lógica masculina y patriarcal, que asumieron carácter hegemónico.
Esta lógica, incluye como sustrato fundacional una violencia acumulativa y gradual, difícil de identificar y atribuir a un agente en particular. Moira Pérez denomina a esta como violencia epistémica. Consiste en una violencia relacional a partir de la negación de la otredad como sujeto y, con ello, la posibilidad de una relación de paridad de saberes. Esta violencia epistémica no es exclusividad del campo religioso sino que constituye un soporte clave para los sistemas de privilegios sociales que se ven fortalecidos por su imperceptibilidad (Pérez, 2019.81). Esto es lo que conduce a mujeres como Débora a elegir la estrategia del silencio ante la posibilidad de conflicto, comprendiendo la posición de desigualdad desde la que parte.
Las mujeres creyentes de todos los tiempos han sido fuente de inspiración para la fe de otres, han estudiado los textos bíblicos, apropiándose y brindando interpretaciones singulares de los mismos. Sin embargo, estas relaciones de desigualdad, mantienen con frecuencia a estas lecturas por fuera de las voces legitimadas. No obstante, circulan: en los pasillos, en los patios y cocinas de las iglesias, en las mesas familiares de los domingos y en otros espacios organizacionales basadas en la fe, como en el relato de Débora, con agendas y alcances diversos en el espacio territorial. Fluyen como ríos subterráneos en que abren cauces entre piedras y escombros, más allá de la vista, aprobación o valoración de las autoridades institucionales.
Estos ríos son los que percibió Lila Abu-Lughod, una antropóloga que abordó el tema del poder en torno a mujeres musulmanas. Ella entendió que en el estudio de las relaciones de poder, partir de “donde hay poder, hay resistencia” (Foucault, 1992) no nos permite corrernos de las teorías que a priori tenemos sobre estas, mas propone utilizar las acciones de las mujeres a modo de catalizador, que arroje luz sobre las relaciones de poder (Abu Lughod, 1990 p.42). Seguramente, al leer la historia de Débora, alguien pensó en su edad para estar casada. Sin embargo, el matrimonio para ella no es un aspecto que ponga en cuestión su libertad y, pese a los conflictos, lo reafirma. Ella identifica otros aspectos que le son opresores, más vinculados al acceso a interpretaciones heterodoxas de la Biblia y principios que constituyen sus creencias, y es en esas líneas donde ella agencia sus propios posicionamientos. Desde una mirada prescriptiva, asumir que Débora no tiene pensamiento propio porque es evangélica, porque está casada y no lo publica en las redes sociales, sería un reduccionismo atroz a la vez que otra forma de violencia epistémica pero desde los feminismos.
Una voz propia para narrar el mundo
A partir de lo dicho, es preciso señalar que lo opresor no es “lo religioso” como si esto fuera un poder total, sino la apropiación de estos principios por sujetos hegemónicos del patriarcado lo que plantea relaciones de dominación. Es decir, la utilización de argumentos teológicos, fragmentos bíblicos, o preceptos religiosos con el fin de obstaculizar el desarrollo pleno de los dones y capacidades, sancionar y/o sujetar a principios religiosos de pretensión universal a mujeres y agentes disidentes de las héteronormas. Llamo a esto violencia religiosa de género, entendiendo que puede plantearse en los diferentes niveles de institucionalización religiosa, la familia y en cualquier espacio donde les creyentes desarrollen sus relaciones sociales.
Si hay algo que desde los feminismos hemos comprendido, desarrollado y hecho bandera es el poder hacer uso de la voz propia. Desde el grito de #niunamenos, el movimiento feminista y de mujeres dio un salto cualitativo en la lucha por una vida libre de violencia e instaló la temática en las calles, en medios de comunicación, redes sociales y mesas familiares. Desde sus distintas posiciones, las mujeres evangélicas han comenzado a hablar y a nombrar las diversas formas de violencia que también ocurren en las familias cristianas, iglesias y relaciones con otres creyentes. Las mujeres creyentes se encuentran, hablan y organizan asumiendo el lugar de productoras de su existencia sin dejar de lado sus creencias.
Para las mujeres evangélicas, poder nombrar las experiencias como “violencia”, situarlas, identificarlas en su contexto es un acto en sí mismo emancipatorio. Hablar implica que otras también escuchen, se reconozcan en los relatos de otras y construir lazos de empatía y sororidad. La palabra dicha pone en movimiento y transforma. Pero son ellas, las mujeres evangélicas, quienes deben tomar la palabra, y nadie más puede hacerlo por ellas. Ante esto, es apremiante su reconocimiento como interlocutoras dentro de las luchas de los feminismos y de mujeres, superando los supuestos que jerarquizan los saberes, en complicidad con la violencia epistémica naturalizada por la sociedad.
*Melisa Sánchez es Lic. en Trabajo Social (UNC), Doctoranda en Estudios de Género (FCS-UNC) y Becaria Conicet (CIJS)
Pie de Imagen 1 y 2: Gráfica del colectivo Sororidad y Fe para la convocatoria a la marcha del 8M 2021 y para el Día de la reforma Protestante. Sororidad y Fe es un colectivo de mujeres y disidencias cristianas que se encuentran en diferentes puntos del país promoviendo lecturas críticas y feministas de los textos sagrados como también realizando activismo social por la ampliación de derechos.
Referencias
Abu-Lughod, L. (1990). “The Romance of Resistance: tracing transformations of power through Bedouin Women” in American Ethnologist, Vol 17 N°1 Feb. pp. 41-55 disponible en http://www.jstor.org/stable/645251
Crenshaw Williams, K. (1989). Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics. pp. 139. University of Chicago Legal Forum
Foucault, M. (2018). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo Veintiuno Editores.
Foucault, M.(1992). Microfísica del poder. La Piqueta.
Mallimaci, F.; Giménez Béliveau, V.; Esquivel, J.C. & Irrazábal, G. (2019) Sociedad y Religión en Movimiento. Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas en la Argentina. Informe de Investigación, nº 25. Buenos Aires: CEIL-CONICET. Disponible en: http://www.ceil-conicet.gov.ar/wp-content/uploads/2019/11/ii25-2encuestacreencias.pdf.
Pérez, M. (2019). “Violencia epistémica: reflexiones entre lo invisible y lo ignorable” en Revista de Estudios y Políticas de Género Número 1 / abril 2019 / pp. 81-98 Disponible en https://www.aacademica.org/moira.perez/57
Viveros Vigoya, M. (2016) “La interseccionalidad: una aproximación situada a la dominación” en Debate Feminista N° 52 pag. 1–17 http://dx.doi.org/10.1016/j.df.2016.09.005