Por Evangelina Benassi* | Intervenciones: Andrea Sosa Alfonzo
La pandemia y la reconfiguración de la protección estatal puso sobre la mesa viejos debates en relación a cuáles son los trabajos precarizados y quiénes merecen ser asistides por el Estado. Entre ´ese´ nuevo reconocimiento que nos trajo el presente y la estigmatización social que atraviesa a la sociedad argentina, la pregunta radica en dónde se coloca el derecho a una vida digna.
“La falta de respeto, aunque menos agresiva que un insulto directo, puede adoptar una forma igualmente hiriente. Con la falta de respeto no se insulta a otra persona, pero tampoco se le concede reconocimiento; simplemente no se la ve como un ser humano integral cuya presencia importa. Cuando la sociedad trata de ésta manera a las masas y sólo destaca un pequeño número de individuos como objeto de reconocimiento, la consecuencia es la escasez de respeto, como si no hubiera suficiente cantidad de ésta preciosa sustancia para todos. Al igual que muchas hambrunas, esta escasez es obra humana; a diferencia del alimento, el respeto no cuesta nada. Entonces, ¿porqué habría de escasear?”
RICHARD SENNETT, «El respeto» (2006)
Cuando la ciudad de Rosario volvió a la fase de suspensión de los encuentros afectivos, nos juntamos con un grupo de amigues (ex compañeres de trabajo) a tomar unos “mates individuales”. Desde diciembre del año pasado no nos veíamos, después de haber compartido dos años de trabajo acompañando a un grupo de jóvenes en una política de inserción laboral[1]. En la charla salió el tema del IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) y todes comentaron que lo habían cobrado o que al menos habían intentado hacerlo. Una de mis compañeras, psicóloga ella, aclaró, “ojalá ese ingreso haya venido para quedarse”, haciendo referencia a que estaba cansada de seguir tolerando situaciones que considera de explotación laboral. Recuerdo que argumentó que el IFE le permitía elegir “con algún grado de libertad” respecto de sus posibilidades futuras.
Les que participábamos de esa reunión éramos todes univesitarios, algunes estudiantes avanzados y otres ya con títulos adquiridos, ¿quién hubiera imaginado que varies de les presentes necesitarían de la asistencia estatal para poder vivir? Probablemente pocas personas caractericen al público de las políticas sociales asistenciales con les que estábamos allí presentes.
Rastreando la historia de las protecciones sociales podemos inferir que hace más de 30 años que se viene produciendo la transformación de los “beneficiarios” de las políticas asistenciales. Sin embargo, en el imaginario social y colectivo, el sujeto de la asistencia sigue siendo construido como el pobre y generalmente su figura está asociada a valoraciones morales negativas (“vago” y “planero” se constituyen como las dos más arraigadas).
Entonces, la pregunta que recorre por estos días diferentes espacios de debate e intercambio es si la pandemia generó un nuevo escenario respecto de las protecciones o visibilizó uno existente previamente.
Es una pregunta un tanto capciosa porque podemos decir que lo que se produjo es una combinación de ambas, y no sólo en el ámbito de las protecciones sociales sino en todas aquellas esferas que desnudan y ponen en evidencia la acumulación de desigualdades a la que venimos asistiendo desde hace tiempo. Así, el comentario de mi compañera, no hace más que visibilizar lo que ella ya venía denunciando y compartiendo con nosotres cuando trabajábamos juntes: que no consigue ningún trabajo que le permita “vivir dignamente” y por ende que la reproducción de su vida queda supeditada permanentemente a los vaivenes de la economía, las transiciones entre diferentes gobiernos, el pasaje de un programa a otro como trabajadora informal o precarizada: acompañante o tallerista.
Como ya ha sido estudiado profusamente por la literatura específica de análisis de políticas sociales[2], el sistema de protección social en términos globales, y en Argentina en particular, se construyó con un andamiaje que pone el acento en el empleo formal como vector principal de acceso a esas protecciones y por esa vía a la integración social (Andrenacci y Soldano, 2006). Esa vinculación generó históricamente tensiones en relación a la legitimidad de recurrir a la asistencia estatal por parte de la población que quedaba por fuera de ese circuito de integración, -configurando el imaginario del que hablábamos-, antes caracterizado por una carga moralizante e individualizadora respecto de los motivos por los cuales ese sujeto no había podido “acceder al empleo formal”: no quiere trabajar, prefiere vivir de la asistencia, no tiene los valores morales suficientes como para poder ser parte del mundo del trabajo. Esa ecuación creció en legitimidad en períodos de pleno empleo -en Argentina, el caso típico es en el primer peronismo-.
Es necesario detallar aquí que el sistema de protección social se estructuró históricamente en Argentina en tres grandes ejes (Andrenacci y Soldano, 2006): las políticas universales tales como salud y educación o infraestructura social en la cual el sujeto que goza de las mismas es el “ciudadano”; las políticas del trabajo en la cual la inserción laboral y sus regulaciones es su característica central y el sujeto de las mismas es “el trabajador” [incluir “el”, masculino] y las políticas asistenciales que serían aquellas destinadas a quienes se encuentran por fuera del mercado formal de trabajo y que requieren del Estado para poder vivir.
En el período histórico conocido como Estado de Bienestar o Estado Social para el caso argentino -con mayor desarrollo del 45’ al 55’ y luego con ciertas debilidades hasta 1976-, estas políticas, las asistenciales, cubrían a un sector acotado de población que, a su vez, se suponía que era posible que pudieran acceder al mercado de trabajo.
Lo curioso es que, aun cuando desde la década de 1970 en adelante el mercado de trabajo mostró una drástica, estructural e irreversible transformación, la ecuación planteada previamente siguió operando como el punto desde el cual evaluar “quienes deben y merecen ser asistidos por el Estado”.
Ahora bien, si más del 20% de la población se encuentra en una situación de precariedad, ¿todas esas personas están en esa situación porque “no quieren trabajar”?, ¿es fácticamente posible que accedan al mercado de trabajo (formal)?, ¿cómo reproducen su vida cotidiana?, ¿quién debe acompañar para que puedan contar con un umbral mínimo de bienestar?
Lo que entonces ocurrió a mediados de los ’70 puso en evidencia dos cuestiones:
1-que el trabajo es mucho más que el empleo (Castel, 1997) y que existen un número inacabado de actividades laborales que los sujetos realizan para poder vivir pero que dichas actividades no tienen reconocimiento social ni institucional. En ese sentido, la precarización e informalidad laboral cobró un lugar central en los debates respecto de las protecciones sociales, porque puso en evidencia que existían grandes grupos poblacionales que realizaban diversos trabajos que no eran considerados institucionalmente para ser “protegidos”. Todo el universo que se aglutina bajo la nómina de “changas” constituye la fuente principal de ingresos de gran parte de la población y requiere de ser legitimado como “trabajo” para ser protegido. Les militantes y participantes de diversos espacios que conforman la economía social y popular y sus múltiples formas de agrupamiento (el caso más emblemático durante la gestión Cambiemos es la sindicalización de les trabajadores de la economía popular en la CTEP –Confederación de Trabajadores de la Economía Popular-) vienen denunciando esta situación hace más de una década y buscando formas y alternativas de colectivización para ser reconocidos.
2-que las transformaciones económicas, políticas y sociales de fines de Siglo XX habían generado un nuevo orden social en el cual era necesario resignificar el esquema de protecciones sociales vigente hasta ese momento. En línea con lo anterior, lo que la crisis del empleo formal pone en evidencia es la rigidez de un sistema de protección pensado desde una lógica que ya no representa a los modos de organización y reproducción de la vida de la población. En este punto, el caso más paradigmático tiene que ver con el lugar que el cuidado comienza a tener en la agenda societal y gubernamental, visibilizando el trabajo no remunerado que realizan las mujeres y que permitió sostener la dinámica de la protección social centrada en la figura del “empleado” (varón[3]).
En el marco de esas transformaciones, uno de los sociólogos que más estudió las protecciones sociales (Castel, 1997) planteó que fueron las llamadas políticas de inserción llevadas adelante por el Estado, las que buscaron restaurar las fisuras generadas por la crisis del mundo del trabajo y del Estado de Bienestar. Pero a su vez, y ya en ese momento (fines de la década de 1980) se pregunta, ¿esas propuestas están a la altura de las transformaciones estructurales que se produjeron? Evidentemente la respuesta es no, si se piensan en políticas que focalizan y cargan en el individuo las dificultades de su integración social desconociendo el carácter estructural de las mismas. Además, advirtió (y este es un aspecto nodal) que esas transformaciones impactaban fundamentalmente en la definición respecto del “sujeto de la asistencia” porque el Estado necesariamente debía “cobijar” a aquelles que quedaban por fuera del mercado de trabajo pero querían trabajar[4], y de hecho, lo hacían pero sin reconocimiento[5].
Pero, además, queremos destacar que esa lógica desconoce qué es lo que efectivamente “la gente hace” para poder vivir, qué tipo de actividades le permiten “parar la olla” o ganarse el mango como se dice popularmente. Es decir, desconoce que existe un universo de prácticas laborales que excede completamente las que son reconocidas por la institucionalidad estatal.
Es por esto que consideramos que la pandemia visibilizó un escenario que es de larga data en Argentina, pero que se profundiza con la coyuntura actual. Así, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), la política social más importante durante la pandemia, es una apuesta que permite reconocer esa diversidad y que resignifica cuál es el público legítimo de la asistencia estatal.
Si bien el IFE como política social tiene varias debilidades en tanto se centra en los ingresos[6] y se plantea como compensatoria o transitoria (oficialmente es descripta como “una prestación monetaria no contributiva de carácter exepcional[7]”), creemos que su gran aporte es lo que venimos planteando desde el comienzo de este artículo: poner sobre el escenario común, colectivo, la magnitud la precariedad en la que viven aquelles ciudadanes que realizan trabajos con escaso reconocimiento y legitimidad tanto social como institucional en las sociedades contemporáneas[8]. En ese sentido, la cobertura del IFE constituye un dato contundente: 14, 2 millones de ciudadanes, de una totalidad de 40 millones que habitan el territorio argentino, se encuentran agrupades en esa condición.
Comenzamos este escrito recuperando una conversación cotidiana que funcionó como hilo conductor para problematizar sobre un punto crucial: en el imaginario social una psicóloga o une estudiante universitarie parecería no ser alguien considerado como “necesitade de la asistencia estatal”.
En general, cuando se habla de les trabajadores informales los ejemplos clásicos son la empleada doméstica, el cartonero, el que realiza trabajos de oficios con alta inestabilidad laboral. Sin embargo, los más de catorce millones de ciudadanes beneficiarios del IFE evidencian que urge revisar (y disputar) esas categorías: a quiénes consideramos como trabajadores precarizades e incluimos como “beneficiaries legítimes de la asistencia estatal”.
Como vienen planteando hace rato varias compañeras trabajadoras sociales[9], sólo si la asistencia estatal comienza a ser percibida como un derecho, sólo así, quizás, estemos en mejores condiciones para poder repensarnos como sociedad y para responder a uno de los enigmas más acuciantes de la historia de las sociedades capitalistas modernas: ¿quién merece ser protegide?
*Evangelina Benassi es Lic en Trabajo Social por la UNER y Dra en Trabajo Social por la UNR. Docente e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario y la Universidad Nacional del Litoral. Es mujer, amante de la comida y de la música. Trabajadora, militante, compañera, hija, hermana, amiga y mamá.
[1] Hago referencia al Programa Provincial Nueva Oportunidad; propuesta de inserción laboral para jóvenes de sectores populares llevado adelante por la gestión de gobierno del Gobernador Miguel Liftchiz en la provincia de Santa Fe (2015-2019). Previamente había sido llevado adelante por la Municipalidad de Rosario. El mismo consistía en una capacitación para jóvenes que se desarrollaba con una durante 6 meses, con 3 días de capacitaciones por semana y un estipendio de dinero mensual tipo beca, que se fue actualizando hasta llegar en el año 2019 a $2500. Tuvo una alta incidencia a nivel provincial durante esos años. Actualmente y con el cambio de gestión (en octubre del año pasado Omar Perotti fue electo como Gobernador) se encuentra en una etapa de reformulación, pasará a llamarse “Mas” y tendrá características nuevas. Quienes funcionaron como “acompañantes” de los jóvenes en las capacitaciones (y esta era la actividad que realizaban mis compañeres) cobraban mensualmente $5000 por dicha función, y cabe destacar que en general el pago se demoraba más de 3 meses para hacerse efectivo, ya que la forma en la que accedían a ese “salario” era a través de la firma de un convenio vía una cooperativa que tercerizaba la contratación.
[2] Danani, 2006; Hintze y Costa, 2010; Grassi, 2003; Castel, 1997; Martinez Franzoni, 2006; Arcidiácono, 2011
[3] En línea con el punto anterior, de acuerdo al Registro de la Economía Popular que lleva adelante el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (el Renatep, fue inaugurado el 7 de julio de 2020), las mujeres constituyen el 60% de las inscriptas respecto de los 6 millones de ciudadanes que realizan actividades vinculadas a la economía social y popular.
[4] Este dato modifica sustancialmente la figura del “sujeto de la asistencia” porque quienes quedan desempleados o realizan trabajos informales son sujetos que quieren trabajar, se capacitan, buscan trabajo pero no logran conseguirlo en un mercado de trabajo cada vez más comprimido. El caso de mi compañera psicóloga es un ejemplo, pero hay miles con esas características.
[5] Un interrogante asociado a los otros formulados y que quizás deriva en otras discusiones tiene que ver con problematizar respecto de ¿en qué momento les ciudadanes comenzaron a acudir masivamente a las oficinas estatales a pedir trabajo, en vez de realizarlo en el sector privado? En el caso de jóvenes de sectores populares concurrir a las oficinas de bienestar social o desarrollo social a “pedir trabajo” se convierte en una escena cotidiana.
[6] Un debate que excede la posibilidad de este escrito pero que es necesario mencionar tiene que ver con la necesidad de que las políticas sociales combinen propuestas ligadas al incremento de los ingresos con la institucionalización de otro tipo de protecciones, de tipo estructural (salud, educación, vivienda, transporte, alimentación). La medición de la pobreza teniendo como eje la “línea de pobreza” (canasta básica) ha generado en los últimos años que las estrategias de mejora de esa situación se focalicen más en los ingresos que en otro tipo de bienes y servicios, que también son centrales para garantizar una “vida digna”.
[7] http://observatorio.anses.gob.ar/archivos/documentos/Boletin%20IFE%20I-2020.pdf
[8] En el documento de ANSES la población beneficiaria del IFE se agrupa en las siguientes categorías: inactivas (5, 8 millones) los/las desempleados/as que no cobran Seguro de Desempleo (1,7 millones), los/as asalariados/as informales (4,5 millones), los/as cuentapropistas informales (alrededor de 2,1 millones, representando una gran proporción de aquellos/as que tienen bajos ingresos), y los /las trabajadores sin remuneración familiar (0,1 millones). Fuente: http://observatorio.anses.gob.ar/archivos/documentos/Boletin%20IFE%20I-2020.pdf
[9] Me refiero a quienes conforman la RAIAS: Red Argentina de Investigadores de la Asistencia Social.