El barrio de los dibujitos

Por Tomás Eliaschev* | Foto: Archivo Postales de Disney

¿Quién engañó a Roger Rabbit? cumple su 33º aniversario desde su estreno en Argentina, el 22 de diciembre de 1988. Tomás Eliaschev dice que sin dudas, es una de las películas que nos hace añorar el estado infantil de maravillarnos frente a los dibujitos. De grandes, los interpretamos tejiendo puentes con su contexto histórico.

Desde que a los 13 años vi ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Touchstone, 1988) me fascinó la idea de imaginar una zona de la ciudad donde los diferentes dibujos animados coexisten, diluyendo las fronteras entre estudios y épocas. De la mano de la maestría de Robert Zemeckis y Richard Williams la interacción entre actores y caricaturas es creíble. Es un policial negro ambientado en el año 1947 en una ciudad de Los Ángeles surrealista, donde los humanos se entremezclan con «dibus» en el crossover más ambicioso jamás logrado. Hoy —con la conformación de grandes conglomerados del entretenimiento— sería imposible realizar semejante amalgama. Roger Rabbit fue un hito en cuanto a la revalorización del arte de los dibujos animados: el comienzo del llamado «renacimiento» de Disney. Rogger y Jessica Rabbit, el detective Eddie Valiant y su novia Dolores caminan hacia la zona animada —Toontown (o Bujolandia en su pésima traducción)— a la que se accede cuando se rompe un paredón. Este pasaje me hace añorar mi estado infantil de maravillamiento por las caricaturas. Desde entonces quiero ir a ese lugar que Roger Rabbit nos permitió conocer, rompiendo con la cuarta pared. Siempre busco conocer «el barrio» de los dibujitos animados; veo un portal hacia esa dimensión en cada personaje animado estampado en un traje de murga o en un graffiti.

En Roger Rabbit, Bugs Bunny, Mickey Mouse, el Pato Lucas, el Pato Donald, Betty Boop, Goofy, el Pájaro Loco, Droopy, Porky, Campanita, Bambi y una lista impactante que condensa la edad de oro de la animación estadounidense, se mezclan para confrontar a un enemigo en común: el Juez Doom, interpretado por el actor británico Christopher Lloyd. En nuestro país el chascarrillo del momento era que el villano era igual a Nestor Rapanelli, el ministro de Economía nombrado por Bunge y Born de aquellos primeros meses del menemismo. Hoy sería un meme. En aquel entonces lo inmortalizó Tato Bores.

El parecido no era solo físico. En nombre del ajuste fiscal, Rapanelli inició el desguace y saqueo del Estado. Primero fue por los trenes. Cegado por la ambición, el juez Doom quiere desalojar el barrio de los toons, aplicarles la «solución final» de ácidos químicos si se resisten y pasarlos por arriba con una gran autopista. Antes, compra la eficiente y barata red de tranvías para que deje de funcionar. La historia de los tranvías de Los Ángeles es real y figura en la novela de Gary K. Wolf (¿Quién censuró a Roger Rabbit?) en la que está basada la película. En el texto original no son dibujos animados sino personajes de historieta. Pero esa es otra historia. Volvamos al antecesor de Domingo Cavallo. Luego de su breve paso por la función pública, fue nombrado gerente general de una automotriz.

Roger Rabbit muestra los estragos de la desocupación causada por el cierre del tranvía. «Ramal que para, ramal que cierra», diría poco después el entonces presidente argentino ante la resistencia de los ferroviarios. En Gran Bretaña y Estados Unidos la dupla Tatcher y Reagan también se llevaba puesta la organización obrera. A los dibujos los necesitan para el entretenimiento pero los tratan como ciudadanos de segunda. Viven en el gueto. En el país donde todavía se sienten las cadenas de la esclavitud es imposible no comparar lo que les pasa a Roger y compañía con la opresión que sufren afroestadounidenses e inmigrantes latinoamericanos.

Párrafo aparte para Jessica Rabbit y su sensualidad desconcertante. El filme no cumple uno de los tres puntos del test de Bechdel 1 1 (Jessica no habla con otras mujeres). Y su belleza es hegemónica. Lo que es disruptivo es su personalidad que rompe con los estereotipos de la femme fatale.

Cada fotograma de Roger Rabbit es valioso, como aquella escena en la que «se mueve la lámpara». Al volver a verla luego de muchos años y de haber visitado otros universos animados, pienso en que podemos encontrar un «Toontown» no solo en la era de oro de la animación de los Estados Unidos. A la mezcla de Disney, Warner, Fleischer, Lanz, habría que sumarle los que quedaron afuera, como Popeye o Tom y Jerry y todo lo que vino después en la principal potencia mundial. Además de eso, sería interesante mezclarlos con los personajes de otras procedencias, como pueden ser los que vengan de Soyuzmultfilm, Ghibli o Trulalá… Cada cual con sus particularidades culturales pero también con posiciones políticas e ideológicas: al comienzo de estas páginas los músicos de Bremen, Anteojito y Porco Rosso nos dicen —de distintas formas— que siempre que haya más de una voz, más de una manera de contar historias, los dibujos animados serán formas de resistencia frente a los poderosos. En el estudio creado en Rusia en la década del 30, en las películas de Hayao Miyazaki y en el mundo creado por Manuel García Ferré, por citar tres ejemplos entre tantos posibles provenientes de distintos rincones del planeta, existen creaciones animadas que merecen mayor difusión. Así se amplía el rango de mezclas posibles. Cuanta mayor diversidad tengamos para inspirarnos, más le va a costar a los jueces Doom demoler los barrios de la imaginación.


*Tomás Eliaschev es periodista especializado en dibujos animados. Integra el programa radial Pasaron Cosas de Radio Con Vos, e integra la Agencia Telam. Fue Productor de Radio Escuela, el ciclo de Seguimos Educando. Escribió «No nos callan nunca más» y el texto que publicamos abre su último libro: «Postales de Disney», editado por VERA (UNL + CONICET), editorial cartonera.


Referencia foto de portada: Art Babbitt vestido de gala encabeza una columna de protesta. La traducción literal de lo que dice la pancarta es «tengo un hueso para levantar con Walt». La frase significa «tengo una queja de la que quiero hablar con Walt». Es un juego de palabras con quién lo dice: el perro Pluto.