Sin coartada: más allá de la cancelación

Por Sebastián Rigotti* y  Luis Sebastián Rossi** | Ilustración: Colectivo RIBERAS

La pospandemia nos dejará varios términos nuevos y uno de ellos es ¡cancelado! Los límites de la discursividad contemporánea se recuestan en el escrache virtual, o el bullshit, ―un pariente cercano a las fake news―, huellas imborrables de una época condenatoria express. Pero el proceso resultante siempre será sobre los regímenes de verdad y el orden en el que opera la memoria, en tanto operación política de construcción de significaciones, como parte de los procesos que guiaron hasta aquí a nuestras sociedades.


Casi como un efecto inmediato sobre las implicancias de las mediaciones virtuales en las interacciones sociales, la cultura de la cancelación se instaló a través de un relato que irrumpió feroz, vertiginoso y punitivo sobre una figura pública. Pero también trajo a colación algunas discusiones sobre el descarte, la construcción de poder, la reparación filosófica entre obra-autor-reconocimiento/apoyo social; y el distanciamiento como epicentro del olvido. Esta práctica comenzó, como el contexto de pandemia nos acostumbró, en las redes sociales y entornos virtuales. Sin embargo, atravesó todas nuestras edificaciones de pensamiento, de construcción de saberes y experiencias críticas que organizaron nuestras subjetividades, creencias, valores y miradas frente al mundo. La pregunta entonces gira en torno a si toda cancelación es posible, y definitiva. Y qué mundos (nos) cancelamos cuando erradicamos de un plumazo toda una obra[1].

En este contexto acudimos a algunas experiencias de cancelación, pero una de ellas nos dejó atorados en la pregunta intelectual cuando durante marzo pasado signó un revuelo en la escena francesa. Por supuesto, ese cimbronazo entregó todas sus fuerzas a quienes trabajan desde y con la obra de M. Foucault en nuestro país. Los diarios de tirada masiva se apuraron a titular que uno de los mayores pensadores del siglo pasado era, quizás, la inversa perfecta de lo que sus teorías parecieron impulsar bajo la forma de una receta práctica de la resistencia. 

En concreto, Guy Sorman −en lo que a nadie se le escapa era una clara maniobra editorial− recuperó algunas afirmaciones polémicas vertidas en su reciente libro Mon dictionnaire du Bullshit. Ese título es traducible como “Mi Diccionario de tonterías”, “de mierda”, “del verso” o, quizás, “de la pelotudez”, aun si su autor prefiere elevar al rango de concepto filosófico intraducible a la voz anglosajona. A sabiendas de que nuestra geopolítica nos ha enseñado a lidiar con empresas de similar vigor nocional y anticipando las disculpas por la sincera traducción criolla, vale la pena rescatar un párrafo de la entrada “Pedofilia”. En ella su autor comienza con una noble pregunta “¿Hemos abandonado la era de la estúpida doble moral?”  El contexto de la escena se cifra en las recientes acusaciones a conocidas figuras y Sorman se aprovecha de ellas para trabajar −como síntoma heredado de Les philosophes (de Voltaire a Sartre)− la protección del poder político (a diestra y siniestra) sobre la impúdica casta de la aristocracia intelectual y artística:

De su pedofilia, se sabe que Gabriel Matzneff se jactaba victorioso en la televisión y compuso libros autobiográficos, mediocres. ¿Sabemos que el filósofo Michel Foucault, estrella intelectual de la década de 1970, fue aún más lejos? Él consideraba que toda ley, que toda norma era, esencialmente, una forma de opresión del Estado y de la burguesía. En 1977, consecuentemente con sus teorías, Foucault firma un llamado a la supresión de toda mayoría sexual legal;  entre los signatarios encontramos nuevamente a Matzneff, no hay sorpresa, pero nos deja pasmados la presencia de Françoise Dolto, psicoanalista infantil. No postulaban el problema del consentimiento del niño. En nombre de esta liberación total, que Foucault aplicaba a sí mismo, confieso haberlo visto comprar jovenzuelos en Túnez, con el pretexto de que tenían derecho al goce. Se encontraba [con ellos] en el cementerio de Sidi Bou Saïd, al claro de luna y los violaba recostados sobre tumbas. Foucault se burlaba perdidamente de lo que serían sus víctimas o quería ignorar que ellos eran las víctimas de un viejo imperialista blanco; prefería creer en el consentimiento libre de sus pequeños esclavos”.

Sin embargo, esa época de la inmoralidad francesa setentista, para el acusador, se habría extinguido pues mutaron las costumbres “y gracias a las redes sociales” las víctimas anónimas han podido “acceder a la palabra”. Así, bajo el lema loable de que el talento no excusa la falta y, menos, el crimen, Sorman termina evidenciando el músculo de sus razonamientos: tras el genio de Foucault, serpenteaba la coartada para sus depravaciones.

Más allá de las múltiples objeciones que podrían trazarse (empezando por darle dignidad categorial al slang) quizás podríamos desandar, sin coartada, lo que significa pensar con y más allá de quien no estuvo allí donde lo buscábamos, sino en otra parte desde donde nos mira sonriendo.

Ante todo, cabe traer a colación lo que Peter Burke dijo alguna vez acerca de Michel Foucault: “Aun los que rechazan sus respuestas no pueden escapar a sus preguntas”. Son las preguntas, pues, aquella forma de intervención a la que nos acostumbró el propio Foucault para remover el sentido común que se halla sedimentado en las distintas instancias de la vida social, aquellas que implican relaciones de saber-poder y procesos de subjetivación históricos, específicos. Así, pues, antes de tomar a bien lo que el tal Sorman afirma acerca de Foucault, cabe que nos formulemos las preguntas del caso, que hagamos ontología del presente para circunscribir a qué régimen de verdad obedece la intervención de Sorman, así como los discursos sobre los cuales pretende asentar la legitimidad de sus dichos.

En este punto, los trabajos de Foucault han implicado siempre hipótesis riesgosas, pero con una rigurosa investigación empírica de archivo que las sostenía. No es menor la cuestión, ya que ello contribuye a las pretensiones de validez de las intervenciones públicas, tales como las científicas y las periodísticas, por ejemplo. En otros términos, son las pruebas que toda intervención debe aportar para evaluar su validez las que posibilitan que puedan ser debatidas. De lo contrario, se trata de intervenciones que debemos olvidar y cancelar.

Al mismo tiempo, lo que sí debemos tener presente y habilitar es el trabajo científico y el rol de intelectual comprometido de Foucault: por un lado, la escritura meticulosa, ágil, precisa y polémica de un pensador como casi ninguno, que nos ha legado una caja de herramientas aún de gran potencia heurística; y, por el otro, su compromiso con quienes han sido olvidados/as, expoliados/as, avasallados/as durante la historia de nuestras sociedades occidentales.

Olvidar y cancelar

Olvidar y cancelar. Dos verbos que −a diferencia de vigilar y castigar− en el acople pueden adquirir posiciones dicotómicas. Así lo demuestran, al menos, las distancias entre dos embates contra Foucault de un talante bien distinto.

Olvidar a Foucault era, cuando promediaba la década de 1970, la propuesta atrevida de Jean Baudrillard con el argumento de que el análisis del discurso sobre las relaciones de poder y la voluntad de saber adquiría la misma positividad que los enunciados que catalogaba y que las arquitecturas de relaciones de fuerza que recorría. Más allá de los meandros conceptuales del sociólogo de los signos, el llamado era un claro ataque en pleno auge de las elaboraciones del autor de Las palabras y las cosas. Foucault respondió con un “me costará trabajo recordar a Baudrillard”. Y, de hecho, las proposiciones del atacante fueron mayormente omitidas por toda su descendencia editorial.

Cancelar a Foucault es lo que –con artero disimulo− Sorman supuestamente quiere evitar, luego de haberle imputado violar jovenzuelos tunecinos. El escenario es tristemente fantasmagórico pues tiene la fuerza que sus componentes fantasmáticos entregan. En primer lugar, la aristocracia de la figura intelectual cuyo legado no perece. En segundo lugar, esa herencia  perenne se califica desde la muerte pues, a no dudarlo: el escenario aberrante es también el de la continuidad del acto. No hay extinción de la acción inmoral. Todo aquel que hable de Foucault encontrará un eco de pedofilia que viene desde las tumbas. En esa penumbra, como por efecto de la fantasía perversa, levantando la polvorienta humedad mediterránea del cimetière, un claro de luna le da una terrible positividad pictográfica. No por casualidad la acusación de Sorman pone a funcionar todo lo que los manuales de French Theory nos han enseñado a desandar por mor de un buen pensar: los privilegios de la clase dominante, la voz de la infancia capturada por la figura del hombre, las posiciones (pos)coloniales y eurocéntricas, etc. Así, Sorman, de antemano, no sólo dibujó un escenario posible sino que además nos entregó una imagen que, por absolutamente despreciable, es imborrable. Nos regaló −sin que nadie se lo haya pedido− lo que en nuestros tiempos llamamos meme.

Un meme de un filósofo rey que, al degradarlo, lo hace condenable. Ningún historiador intelectual serio tendrá el proyecto de reconstruir esas escenas denigrantes. Nadie −por más que algunos hayan apelado al análisis documental para informarse sobre los viajes de Foucault− perderá el tiempo falsando la afirmación del acusador. Pues no se trata de una condena por la vía historiográfica, arqueológica o genealógica sino que encuentra toda su fuerza en la sentencia mediática y, por ello, no es casualidad que su latiguillo apele a las denominadas redes sociales: bullshit, en su tenor de falsedad, es un pariente cercano a fake news. De allí que el mentado Diccionario haya podido circular muy bien en los límites de la discursividad contemporánea.

Así, el carácter imborrable del meme responde a una época en la que ni la justicia ni la historia constituyen instancias tribunalicias muñidas de verdad (pues quizás ya han aceptado las potencialidades de la veridicción). Nuestra época −la misma que Foucault no llegó a cartografiar sino a trazos, pero que anticipó a partir de numerosos indicios para su reconstrucción− tiene en su centro el componente condenatorio exprés. Allí radica la potencia del cancelar y su contraparte es esa memoria discreta de archivo digital que funge en una completitud que nos excede porque –como bien saben los forenses-, más allá de sus inestables voltajes, se hace imborrable.

Sorman construyó desde las mnemotécnicas de nuestra época un ataque a un filósofo de otro tiempo. No es extraño que sea un paladín del neoliberalismo como tantos se han cansado de denunciar creyendo que con ello bastaba para detener el efluvio memorístico automatizado que ha provocado. Al contrario, es solamente gracias a que nuestra época es (en todas sus dimensiones) lo que augura el Nacimiento de la biopolítica, que un Think Tank partner pudo diseñar un recuerdo artificial –no cabe preguntarse si es falso– que podrá seguir funcionando a la perfección.

Volver a olvidar. A inicios de nuestra centuria un grupo de juristas proclamaba la necesidad del derecho al olvido frente a los datasets imborrables de las potencias. El concepto fue fructífero en las legislaciones europeas pero −esgrimido sobre el automatismo de la mnemotécnica− operó sólo en la dimensión del cancelar. Una suerte de pase mágico que devuelve a nuestra memoria finita su curvatura de tabula rasa, porque el cancelling no es sino un derivado de nuestras prácticas ofimáticas −habituados como estamos a deshacer apretando una tecla−.  

El olvido, con toda su fuerza, viene de otro orden. Emerge de un conocimiento profundo de la obra o del pensamiento de una/un autora/autor y es inviable sin comprensión, sin apelar a una memoria que no dejará de construirse –desde sus orígenes hasta su fin− en esas epístolas mal fechadas que se llaman historia de la filosofía. Olvidar es lo que hacía Foucault con otros pensadores prohibidos que, sin nombrarlos, formaban parte de sus personajes conceptuales; se daban cita en sus problemas que, en parte, son los nuestros pero demandan nuevos planteos.

A partir de todo ello, debemos considerar la situación suscitada por el bullshit de Sorman y el sobrevuelo de la “cancelación” como indicios para interrogarnos por los regímenes de verdad, los órdenes de producción de saberes, las relaciones de poder y sus efectos, los procesos de subjetivación, en fin, por la episteme y los dispositivos de nuestro tiempo. En este punto, los aportes que desde hace años se hacen en las universidades de nuestro país en torno a ello valen como antecedentes para retomar, continuar, expandir, revisar.


[1] Los autores expresan su gratitud al equipo editorial que es responsable de la redacción de las primeras líneas.


Sebastián Rigotti* es docente e investigador de la Facultad de Ciencias de la Educación.

Luis Sebastián Rossi** es docente e investigador de la Facultad de Ciencias de la Educación.