Mi hogar de niebla

Por Ana Teresa Fabani | Ilustración de Juan Carlos Castagnino

El fragmento Capítulo I, pertenece al libro Mi hogar de niebla de Ana Teresa Fabani. Cuando Fabani enfermó en diciembre de 1939, fue trasladada a Córdoba para su tratamiento. Esta novela póstuma está inspirada y retrata su vida durante aquella internación. La niebla, aparece como una metáfora que sintetiza su vida y la intensidad de su obra.


Capítulo I


La niebla estaba.

El inmenso gris de la niebla.

Dentro de los senderos, de los paisajes, de todos los horizontes.

Como un manto de olvido.

Y de ensueño.

Íbamos por ella.

Confundidos en aquella masa de tules que se adhería a nuestra piel, que prolongaba nuestras manos y nuestras miradas en una imprecisa sensación de algodones flotando sobre todas las cosas.

Aun sobre nosotros mismos.

Y con esa extraña sensación de soñar, viajábamos sobre la alfombra maravillosa de mis cuentos de niña, rodeados de nubes, hacia un raro país sin fronteras y habitado por seres silenciosos y sin rostros. Con un silencio impregnado de frases por decirse y de círculos girando sobre unas voces soñadas aún.

Me sorprendí mucho cuando, de pronto, se alzó ante mis ojos aquella construcción gris de techos rojizos que un instante antes estaba agazapada en la niebla, aguardando, quietamente, a todos los que, como yo, vendrían por ese mismo camino.

Subiendo…

Subiendo por la piedra fría de la montaña…

Los grandes árboles del parque que íbamos cruzando vestían sus ropas de bruma.

Y parecía que se inclinaban a saludar nuestro paso.

Gigantescos fantasmas disfrazados. Y confusos con su disfraz sonámbulo.

Se me ocurría que el silencio, enorme y pesado, vivía y tenía latidos como mi corazón y que una piel, como mis manos, me rozaba el rostro.

Y que, al enfrentar al automóvil, como para impedir que pasara adelante, era un guardián de aquellos caminos y aquellos dormidos pabellones, en uno de los cuales, dentro de pocos momentos, yo también sería guardada.

Una habitación de alto techo me dio su abrazo de frío, al abrirse la puerta que adorna su imperturbable serenidad con un número. El número por el que sería llamada desde ese instante.

Inmediata fue la comparación, dentro de mi silencio, con los números que en las cárceles deben llevar quienes las habitan.

En el piso de baldosas se reflejaba la claridad del metal del lecho.

En dos de las paredes se abrían, frente a frente, dos placards. Como dos brazos en cruz. Como dos caminos que se invitan mutuamente a seguir sus recorridos que a ninguna parte llevan.

Una mesa. Una silla. Y un sillón.

Todo de madera oscura. Brillante. Impersonal.

Hacia el parque se abrían una puerta y una ventana, ocupando toda la extensión de la pared.

Miré con ansias hacia esa otra quietud cálida de los árboles y del césped.

Buscando allí alivio a la opresión que me causaba tanto silencio y soledad unidos a la falta de tibieza de hogar de aquel ambiente.

Frente a mí un viejo cedro, alto y verde, parecíame un antiguo amigo que hubiera estado esperando mi llegada para hacerme saber su presencia y su compañía para mi desolado viaje en medio de la ancha niebla en que acababa de penetrar.

Y de la que no sabía si podría salir alguna vez.

¿Acaso lo sabría él…?

Una voz dulce y buena habló detrás de mí.

Al darme vuelta vi a una Hermana de caridad, con un largo guardapolvo blanco y una blanca cofia, que me tendía sus manos y me animaba hacia ella con su sonrisa buena.

Estaríamos cuidadas por estas Hermanas enfermeras, que se turnaban para no dejarnos solas.

De mañana.

De tarde.

De noche.

Escuché siempre, desde entonces, a través de la puerta cerrada, sus pasos tenues recorriendo los largos corredores. Y el sum-sum de sus largos vestidos acompañando sus rondas.

La Hermana me invitó a acostarme enseguida y se fue.

Pero yo, sentada en una silla, acodada sobre mis rodillas y con el puño hundido en mis mejillas, dejé pasar el tiempo que me hundía en él.

Dentro de mí algo quería aferrarse a cualquier cosa que fuera para salvar la angustia. Y, rápido, ansiosa, absorbía los detalles.

Todos. Aun los más escondidos.

Una grieta en el techo… La mancha en la pared, detrás del lecho…

Cómo empañaba el brillo de los muebles el contacto de mi mano…

Y el frío que dejaba en ella el metal de los barrotes de la cama.

Una rebeldía inmensa crecía y crecía de mí. El aire de la habitación me rechazaba. Empecé a ver que en las paredes había manchas antiguas, una mano se dibujaba apoyada casi junto al marco de la ventana, oscura, y la imaginaba teñida de sangre resbalando sobre el suelo para morir en él. Me acerqué a la cama, los barrotes me parecieron sucios, cubiertos de manchas de dedos aferrados a ellos, dedos ajenos que me rechazaban también crispándose para arañarme, las almohadas chatas, el elástico con un hueco largo y pronunciado, parecía llevando en él un cuerpo invisible pero presente, un pesado cuerpo que nunca se alejaría. Me pareció que de todo esto emanaba un olor extraño a enfermedad encerrada y antigua, a fiebres continuadas y a transpiraciones constantes y agresivas. Una mancha en el borde de una funda me estremeció como la mano de un muerto sorpresivamente puesta sobre mi hombro. Y todo esto me tuvo levantada durante horas, sin atreverme a acostarme. Me parecía que todo estaba sucio e intocable.

Cuando me cansé de estar sentada en esa posición acerqué mi silla al borde de la cama y apoyé mis pies en el borde de ella. Las manchas del techo quedaron a mi vista y las fui conociendo una a una. Cuando abría la puerta la mucama o la Hermana me miraban sorprendidas y me preguntaban por qué no me acostaba. Yo, con desgano, les contestaba que lo haría después que llegara el médico. Cuando quisieron abrirme la valija, con una desesperación inaudita bajé mi mano sobre ella y un enérgico «¡no!» brotó de mis labios apretados. Es que pensaba ya decir al médico en cuanto llegara que me iba a ir. No sabía a dónde, ni cómo. Pero una nube ensombrecía mi pensamiento y no me dejaba razonar. Quería irme. No importaba más. No. No podía acostarme en aquella cama, no podía tomar agua en aquel vaso que había mirado contra la luz de la ventana y me había parecido con manchas de tierra sobre su cristal. No podía apoyar mi cabeza sobre esas almohadas. Me parecía que sábanas y fundas estaban usadas, sin cambiar. Cuando llegó el doctor le dije todo aquello, como un soplo de desesperación; él me dejó hablar, decirle todo, todo, hasta lo de la mancha de la mano en la pared. Y después me dijo a mí que tenía toda la razón del mundo, que era cierto todo, pero… Y las palabras suaves, comprensivas, penetraban en mí como una mano apoyada sobre un dolor que tiembla. Cuando se fue me acosté. Pero sentada, acurrucada junto a las almohadas estuve horas y horas, sin querer recorrer la extensión del lecho porque me parecía aún que estaba sucio de enfermedad, sucio de vida, que no podría ser mío, que aún guardaba el hosco calor de otro cuerpo. Y no el de una mujer, sino el de un hombre, un desconocido hombre que aún permanecía allí y que asqueaba a mi íntima timidez de mujer. Estaba segura de que apenas estirara las piernas entre las sábanas tocaría con ellas las de él, entibiadas por el abrigo del lecho. Me estremecía al pensarlo. Y este pensamiento era tan fuerte que vencía todo razonamiento. Pero a medida que crecía el cansancio de la posición de rollo en que me encontraba, iba hundiendo por centímetros mis pies entre las sábanas. Esa noche dormí sentada. Al otro día mi cuerpo llegaba a la mitad del lecho cuando el sol llegaba a la mitad del cielo. Y la segunda noche, con un cansancio derrotado, con un encogimiento de hombros, con un suspiro de alivio, se rompió el muro de mi resistencia. Me dejé llevar desde entonces como una tabla vieja sobre el vaivén del mar. Me estiré completamente sobre el lecho, asqueada pero resuelta. Mi cuerpo dolorido no soportaba más. Y el alivio de la posición venció mi cansancio y nada más quise pensar. Al otro día ya era mío el hueco. Ya no lo sentía a él.

¿Quién habría de decirme entonces que sería para tanto tiempo?

¿Quién habría de decirme entonces que los años pasarían sobre mi quietud silenciosa y dolida, entre la bruma, como si fuera una invisible telaraña con sus idas y vueltas?

En el primer día, a pesar de ser todo nuevo para mí, me pareció todo muy, pero muy viejo. Como si hubiera vivido allí durante mucho tiempo. Y me hubiera alejado hacia otra vida. Y después de haber estado ausente, con una ausencia larga, ausencia de vida, hubiera vuelto al mismo lugar de partida. Y como si en esa ausencia hubiera olvidado las costumbres, los horarios, las frases comunes, pero al enseñármelas, las iba recordando como ya conocidas.

Es que hay lugares donde todo tiene presencia añeja. Aún lo nuevo. Así como hay palabras de idiomas desconocidos que nos atraen. Y descubrimos que ya las conocemos. De antes. De alguna vez, extraña vez de misterio.

Aunque no las hayamos oído nunca en verdad.

Después, todos los días fueron repetición exacta del primero.

Ni un cambio.

Ni un minuto de más o de menos.

Y silencio.

Y paz.

Y hablar en voz baja.

Y casi no reír jamás.

Recuerdo que la Hermana nos escuchaba, sin que lo supiéramos, y, cuando oía una carcajada o un canto o un grito, aparecía con su gesto adusto, disfrazando su sonrisa interior, para decirnos que calláramos.

Que no riéramos.

Que no cantáramos.

Que no habláramos.


Mi hogar de niebla de Ana Teresa Fabani está publicada por EDUNER

Con diecisiete años, Ana Teresa Fabani (1922-1949) es llevada a una estación climatérica, eufemismo de los sanatorios de montaña en los que, para cura o aislamiento, eran confinados los enfermos de tuberculosis. Allí incuba los matices de su universo literario, «pequeño mundo» donde descubre los tonos del silencio, la quietud, la soledad, el tiempo. La novela autobiográfica Mi hogar de niebla narra esa internación y, al enfrentar lo abominable, revela lo humano. Fugaz e intensa, sigue cautivándonos: los ojos de Teté siempre serán verdes.