Por Estefanía Jaen Frank* | Ilustración de interiores Carla Gastaldi**
Contextualizarnos en el encierro es extenuante para los jóvenes, si planteamos además que nuestra vida académica y profesional está acotada. Sin embargo, aislarnos de la sociedad es una invitación a hacerlo desde nuestro ‘yo’ como una oportunidad para replantearnos el propio vivir. Abandonar el entramado cíclico de la rutina para reflexionar cuánto de hoy queremos conservar para el mañana.
“Encerrar el yo en una lata”, fue el título que la periodista Beatriz Sarlo utilizó en una columna de opinión hace algunos años. Sin embargo, nuestro presente encaja perfectamente en esa composición retorcida de palabras. Estamos viajando en una transición desordenada de sucesos que empujó lejos a nuestra cotidianeidad, aquella que normalmente juramos no extrañar. Arribamos al punto común sobre la necesidad de volver a direccionar nuestra libertad de andar y de proyectar a futuro, sin encontrarnos con la incertidumbre como barrera. Pensarse acorralado desespera. Nosotros, los jóvenes, que construimos la idea de habitar espacios que antes nos eran ajenos, empezamos a palpar el deseo de volver a sentirnos libres en aquellos hogares simbólicos en los que sabemos ser. Una tendencia incierta recorre los imaginarios y desvela a menudo a quiénes priorizan lo colectivo de los vínculos. Sobre esos surcos fluyen diversas dudas acerca de cómo forjaremos, de ahora en más, las distintas relaciones que tejen nuestras vidas.
Es oportuno colocar en tela de juicio si aquellos perfiles virtuales que creamos en un falso intento de ser transparentes sobre nuestras vidas, seguirán siendo el hilo conductor para estrechar lazos mediante un —ahora impensado— cara a cara. En los lapsos que parecen durar eternidades, estamos quienes tenemos un apego a las pantallas, tal vez porque en ellas encontramos consuelo de otros usuarios también subsumidos en el desconcierto. Por más comentarios pesimistas que acostumbremos a encontrar en las redes, no podemos omitir el hecho de que somos resilientes. Una concepción teórica frecuentada pero escasamente conocida, que fue definida por la Real Academia Española como “la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a una situación adversa”. En contraposición a los discursos que recibimos desde las distintas plataformas, los usuarios somos unos expertos pragmáticos cuando se trata de abrir un abanico de maneras contribuyentes a dispersar el desasosiego.
Existen, sin embargo, un cúmulo de desafíos, cursos y metas —como si no fueran suficientes las que tenemos por fuera de la gran red— ideados para potenciar nuestras aptitudes. No nos engañemos. Repentinamente brotó una presión banal por convertirnos en quienes no somos, solo para falsear al acto de procrastinar, de creer que el cambio de la rutina creará seres más eficientes, más productivos, menos perezosos en la medida que nuestra voluntad coopere. Esta premisa, presentada más bien como una obligación, es una gota estrepitosa diseñada para recordarnos que el carácter de máquina nos vale un poco más que el hecho de ser personas.
En esa cadena tortuosa de yuxtaponer qué podría —o qué debería— estar haciendo normalmente y en el qué hago yo acá, pretendemos buscar resolución a todos los asuntos pendientes que alguna vez pospusimos, tal vez para salvaguardarnos el día que el aislamiento perezca.
Debate y debacle del yo soy y de quién quisiera ser
La juventud se reinventa a cada paso de la historia, no desestima lo que quedó atrás porque entiende que el pasado configura el presente inexorablemente. Todas las transiciones necesarias en las sociedades descubren múltiples prácticas destacables, pero detengámonos sobre una que hoy está enfatizada. En estos últimos años, y prevalentemente en los movimientos de mujeres, develamos como sociedad que la empatía es un bien necesario. Claramente no nos atribuiremos su invención ni mucho menos, pero sí somos responsables de alimentar los procesos continuos de portar comportamientos orientados a pensar en el otro en tanto sujeto holístico. “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra «yo» como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen 30 días, tampoco los escritores deberían desenterrar el «yo» antes de tener cumplida la treintena”, escribía Walter Benjamin y retomaba Sarlo en su artículo. “Todos podemos comernos nuestra latita de carne en conserva cuando se nos dé la gana”, refutaba en su discurso la periodista. Por un momento me permito disentir en esta última alegoría.
Despojarnos de nuestros anhelos presentes es perentorio, una postergación necesaria fruto de la emergencia sanitaria que no discierne entre las cualidades, aptitudes y atribuciones que integran al ser humano. No es casualidad que los ruegos de quedarnos en casa motiven una respuesta empática para resguardar la integridad de un todo, la sociedad, conformado por el accionar responsable de las singularidades que cada uno de nosotros representa.
“¿Qué es lo primero que van a hacer cuando termine la cuarentena?” Preguntan frecuentemente un puñado de usuarios en Twitter. Algunos se aventuran a responder que correrán a abrazar a los suyos, otros que empezarán a valorar más los instantes efímeros, y una minoría asevera que nunca más rechazará una propuesta. ¿Necesitábamos una prohibición para comprender la fugacidad del vivir? ¿Cuántos momentos se nos pasan desapercibidos a diario por centrarnos en ser funcionales? Escribo desde un lugar desprovisto de conocimiento acerca de los senderos de la vida, apenas camino con timidez por las dos décadas y sostengo que a esta edad tenemos un porvenir sustancioso. Empero, este cambio de paradigma social nos alerta sobre un despojo necesario de una espera difusa por el regreso de una normalidad, que volverá, reinventada. Entonces, a partir de ahí habremos de cuestionarnos si también nosotros hemos devenido en alguien más. ¿Quién hubiese imaginado que un acto egoísta mañana nos devolverá aquello que añoramos? Pensémonos en el rol de los escritores, a los que alude la cita de Benjamin, en tanto autores de un mañana que nos necesitará, pero que mientras tanto nos obliga a ensimismarnos en la dicotomía entre el «yo soy» y el «yo quisiera ser».
*Estefanía Jaen Frank es Técnica en Comunicación Social FCEDU-UNER. Actualmente cursa estudios para obtener su título de Licenciatura.
**Carla Gastaldi es estudiante de la carrera de Comunicación Social de FCEDU-UNER,
Referencias:
Sarlo, B. (2017). Encerrar el yo en una lata. [Tribuna libre]. Recuperado de: Diario El País https://elpais.com/cultura/2017/08/28/babelia/1503928864_171902.html [Fecha de consulta: 20 de abril de 2020]
Real Academia Española. Recuperado de: https://dle.rae.es/ [Fecha de consulta: 20 de abril de 2020]