“Armar genealogías es volver la mirada al acto político”

Por Andrea Sosa Alfonzo* y Clara Chauvín** para la Serie Juntas | Fotos: Archivo personal Mabel Bellucci | Ilustración: Martín Bianchi

Su trayectoria, escritura y activismo estuvieron siempre vinculados. Periodista, ensayista e investigadora, feminista queer y archivista Mabel Bellucci formó parte de una militancia activa tras el regreso de la democracia en los feminismos, las izquierdas, las disidencias sexuales, los derechos humanos y las asambleas barriales, encontrándose con figuras claves como Emilio Corbiére, Tununa Mercado, Moira Soto, Héctor Schmucler, Dora Coledesky y Carlos Jáuregui. Conversamos con ella sobre ese feminismo incipiente de los 80, sus diferencias y tensiones, las influencias de El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir en nuestro país y cómo Jáuregui fue clave para la transformación de la lucha por los derechos humanos. 


Mabel Bellucci nació en Buenos Aires y es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y Magister en Estudios Interdisciplinario de la Mujer por la Universidad de Buenos Aires (UBA). También integra la Cátedra Libre Virginia Bolten de la Facultad de Humanidades de la UNLP, el colectivo editor de la revista Herramienta y el colectivo fundador de la Biblioteca Sin Patrones de la fábrica ex Zanón, en Neuquén. Actualmente, edita y escribe junto a Juan Queiroz la revista virtual Moléculas Malucas. Archivos queer y memorias fuera del margen.   

Es autora de libros como Orgullo. Carlos Jáuregui, una biografía política (Segunda Edición 2020), Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo (Tercera Edición, 2020), Desde la Cuba revolucionaria. Feminismo y marxismo en la obra de Isabel Larguía y John Dumoulin (2021) en coautoría con Emmanuel Theumer, y El segundo sexo en el Río de la Plata (2021) compilado junto a Mariana Smaldone. Entre la militancia, el periodismo, el archivo y la investigación fue desarrollando su escritura, comenzando en la década de 1970 para volantes y publicaciones estudiantiles y dando sus primeros pasos como periodista free lance.

-¿Cómo fueron tus primeros acercamientos a la escritura periodística y ensayística? 

-Mis inicios, pese a que era bastante inexperta, ocurrieron en ese clima especial y convocante como fue toda la etapa de la post dictadura, y  me volcaron a la vida pública. Comencé alrededor de 1983 y siempre tuve una inclinación para el ensayo. Me había recibido en 1975, en Comunicación que en ese momento se llamaba Ciencias de la Información, en la Universidad de La Plata. Entre el plantel de profesores se encontraba el magnífico archivista, periodista e investigador Gregorio Selser y el semiólogo y teórico de la comunicación, Héctor Schmucler. Diría con cierta ofuscación que fueron mis guías. Por lo tanto, tenía una práctica muy concreta de la escritura y el archivo, durante los 70. Así que me dediqué al periodismo free lance y escribía también en las publicaciones estudiantiles de mi propia facultad como en la revista del sindicato de Luz y Fuerza, ayudada por el sociólogo y especialista en comunicación, Heriberto Muraro. Había una práctica que quizás no estaba muy profesionalizada, posiblemente si se la mira ahora en retrospectiva, eran unos primeros lanzamientos, sin todavía toda esa formación que voy a adquirir más adelante. En 1973 comencé en el suplemento “Nación y Cultura” del diario Clarín que dirigía el escritor anarquista Osvaldo Bayer donde yo hacía reseña de libros que me iban dando. Como era muy joven y sin experiencia, tomaba todo lo que desechaban la mayoría del staff que era gente mucho más preparada para la reseña. A partir de 1983 en adelante comencé a colaborar en las distintas publicaciones que iban saliendo de los grupos feministas, las cuales las hacíamos de manera muy casera, fue ahí donde me encontré en plenas movilizaciones ya que vivíamos en la calle, -después de haber atravesado los terribles horrores de la dictadura cívico militar y también de la Guerra de Malvinas- con Emilio Corbière, un gran periodista de cuño, socialista, investigador, ensayista e historiador. Hicimos un lazo afectivo que no necesitaba de demasiados títulos ni pretensiones. Él estaba como secretario de redacción en la revista Todo es Historia que dirigía Félix Luna y me propuso integrarme . Ahí comencé ya de manera más profesional con una columna mensual llamada “Entonces la Mujer” que duró alrededor de ocho años. Esto me fue llevando a encontrarme con otras oportunidades, siempre con el acompañamiento de Emilio, quien después fue un gran amigo. Él tenía una formación abocada a la historia social y política, muy vinculado a los idearios liberacionistas franceses. Y me fue guiando con mis primeros posicionamientos feministas en la historiografía. En el ínterin, comencé a colaborar en el suplemento “La Mujer” del primer diario Tiempo Argentino y me contacté con grandes colegas como Moira Soto, que me ayudó muchísimo en mi formación periodística junto a María Moreno, Nelly Casas, Tununa Mercado. De alguna manera, íbamos apuntalando lo que sería el periodismo feminista. Recordemos que es la época de la llegada de las compañeras del exilio que se fueron del país siendo militantes políticas, tanto de partidos de izquierdas como de organizaciones político armadas, que durante el exilio tomaron contacto con distintas corrientes feministas, y luego volvieron siendo militantes feministas. Entonces, si bien ahora me quejo que tengo 72 años, pero si lo pienso tengo la alegría de haber estado en esas primeras camadas sin saberlo en ese momento, sin quererlo: estar en la calle, estar involucrada políticamente con las izquierdas y ya abocada desde muy joven en la escritura.

-Una retrospectiva desde tu militancia en los ochenta hacia un feminismo queer en los noventa, ¿cuáles eran esos aspectos con los que buscaste romper en ese entonces en relación a un feminismo binario?, ¿y qué cambios registras ahora si es que cambió algo?

-En un primer momento estaba impactada y me parecía que estaba descubriendo todo un mundo desde los feminismos, y me incorporé como se incorporó la mayor parte de mi generación a grupos autonomistas por fuera de los partidos políticos y del Estado. Empecé a colaborar en el boletín Lugar de Mujer, era un espacio de acción, participación y grupo de estudios. Uno de ellos funcionaba en el Colegio de Graduados de Sociología. En 1984, me entero de su existencia de manera casual por una socióloga feminista, Liliana Domínguez, que me convocó a participar pegando un aviso en una cartelera. Durante casi dos años, escribimos una especie de ensayo que aún guardo. Después fue publicado, bajo la firma mía y la de ella como capítulo llamado Mujeres y Sociedad en el libro Sociedad y Estado de Eudeba para el CBC. Más tarde, lo presentamos en el Primer Encuentro Nacional de Mujeres en 1986. Luego, en las Terceras Jornadas de Sociología en Buenos Aires. Nuestro grupo tenía el mismo perfil que teníamos casi todas las integrantes en ese momento, de sectores medios, citadinos, blancos, universitarias, heterosexuales. Hacia fines de los ochenta, me hacía un poco de ruido la corriente separatista, si bien me fui dando cuenta con la práctica y las discusiones. El separatismo es una metodología que tiene su origen en contextos históricos muy precisos como fue el florecimiento maravilloso que tuvieron las militantes feministas neoyorkinas a mitad de la década del 60 en adelante. Las militantes rompen con los movimientos de izquierdas y deciden aglutinarse en grupos de autoconciencia y agruparse solo con mujeres. En ese momento, el separatismo era necesario, creo que aplicarlo después como una fórmula casi universalista sin medir las especificidades regionales, condiciones de clase, etarias, etc, no es una buena fórmula. Habría que hacerlo combinadamente con grupos mixtos. A mi me hacía ruido definir a mis propios/as compañeros/as como adversarios/as, era muy fuerte. Y yo también lo levantaba, no puedo negarlo, sin embargo, me llevó a tensiones porque a la vez activaba y estaba cerca de muchísimos/as camaradas con quienes nos reuníamos en cafés para discutir, para hacer política independientemente de los feminismos y no lo podía conjugar. Siempre sentía que en algún lugar me faltaba algo. Es cierto que ese feminismo heteronormado era muy disciplinador. Por mi propia historia personal, me siento más cómoda con la incomodidad, para decirlo de alguna manera. A lo largo de los ochenta algunos grupos feministas comenzaron a estar en relación con el estado de distintas formas. De alguna manera, este ingreso implicaba no levantar las banderas de los feminismos internacionalistas en los espacios públicos como era el aborto voluntario, el lesbianismo, la prostitución y la pornografía. Ese feminismo era básicamente heterosexual, blanco, universitario, urbano, mujeril y separatista. Instaba por ingresar rápidamente a las instituciones y la academia, entonces, trazó una política pública de “emprolijamiento” que las llevaba a tomar posiciones lesbofóbicas, punitivistas. Cuando algunos varones homosexuales intentaban acercarse a las movilizaciones del 8 de marzo eran echados. 

Fue así que empecé a volcarme más a tener compañeras lesbianas porque ya en ese momento dentro de Lugar de Mujer aparecieron dos grupos lésbicos que luego abandonaron ese espacio, no estuve en esas rupturas, pero si las presencié. Mi amistad con Ilse Fuskova comenzó en los noventa. Entonces fue como un proceso donde fui tomando distancia sin todavía poderlo expresar, verbalizar, pero sentía que tenía como dos vidas. Una era la militancia feminista, los grupos, las discusiones, los debates, las lecturas, pero también tenía mis grupos mixtos, de izquierdas, donde sosteníamos una vida muy intensa en los encuentros de cafés, como era en La Gandhi. En 1987, me incorporé a la Subsecretaría Nacional de la Mujer, a cargo de Zita Montes de Oca, y ahí sentí que podía unir el mundo laboral con el activismo. Luego, se abrió la carrera de Estudios Interdisciplinarios de la Mujer en la Facultad de Psicología en la UBA y egresé en la primera camada. Hacia los noventa, empecé a contactarme con la Comisión por el Derecho al Aborto, con Dora Coledesky. Ese feminismo más de base, clasista, de izquierda y autónomo, fue el que terminó de formarme. Con Dora aprendí muchísimo. Ella llegó del exilio después de haber vivido muchos años en París, fue una militante importante dentro de una corriente del trotskismo, y en Francia a raíz de su tenacidad por denunciar las violaciones de derechos humanos que se estaban dando en toda la región, constituyó un grupo de mujeres latinoamericanas. Ese grupo de lucha, se aproximó a los movimientos feministas proabortistas franceses. Dora ya venía armada con esa cabeza desde los 50 cuando escribía en los periódicos trotskistas de la época, artículos relacionados al aborto, a los métodos anticonceptivos, a la explotación del trabajo doméstico y extradoméstico, a la inserción de la lucha sindical de las obreras. Hablar y compartir la militancia con Dora fue una gran escuela, una gran formadora sin proponérselo, una militante comprometida con el mundo obrero y sindical. Tenía una cualidad muy grande que era la discreción, el esmero, y además primaba en ella las propuestas colectivas. Nada era realizado en forma personal. Por eso hay tan pocas entrevistas que ella dio porque no se consideraba una líder ni una protagonista individual. Dora también venía con la experiencia de Paris de vincular izquierdas, feminismos y comunidad homosexual. Por ello, ella carecía de posicionamientos separatistas y dialogaba con gays y lesbianas sin problemas. Más tarde, lo hará con travestis como fue el caso del grupo de Lohana Berkins. Asimismo, a mitad de los noventa yo estaba muy próxima y cercana a la Biblioteca Anarquista José Ingenieros, una biblioteca maravillosa que tenía una vida e intensidad política y cultural, propia del mundo libertario. En 1995 armamos el grupo “Mujeres Libres”. Esas fueron las usinas que me fueron alertando de mi incomodidad con ciertos tipos de feminismos hegemónicos. Esa es mi historia, no significa que eso haya sido la historia de los feminismos desde la postdictadura hasta 2001. En mi caso, necesitaba un feminismo más descontracturado, autonomista y basista, donde la clase tuviese tanta importancia como los otros tipos de opresiones y también que estimulara a la escritura y a los grupos de estudios. Con Dora comenzamos a escribir la historia de la Comisión por el Derecho al Aborto, pero luego no proseguimos. Más adelante, con el aporte de materiales que me facilitó Alicia Cacopardo, cumplí el objetivo. Además, seguí escribiendo en medios gráficos, participé con columnas en programas de radio y en diarios nacionales, como fue el caso de Rìo Negro. En suma, se me brindó esa multiplicidad de posibilidades y también yo las busqué. 

-Sobre el libro El segundo sexo en el Río de la Plata (Editorial Marea) que compilaste junto a Mariana Smaldone. ¿Cuáles fueron esas primeras lecturas y su circulación en nuestro país? ¿Y en qué medida consideras que tales relecturas pueden resultar un legado para las nuevas generaciones?

-La producción junto a Mariana fue intensísima y un potente compañerismo quedó entre nosotras. Además, dialogamos y trabajamos con historiadoras e investigadoras en ciencias sociales de la Universidad de la República de Montevideo. Fue un libro que nació poco antes de la pandemia y creció a lo largo de ese período. Ambas pudimos cruzar saberes, archivos, testimonios y documentos con un profundo ahínco, y al mismo tiempo, con la alegría de intuir que estábamos proponiendo algo diferente y novedoso en torno a ese libro faro que es El segundo sexo. 

En la introducción de nuestro libro, narramos el importantísimo Coloquio Internacional llevado a cabo en París durante enero de 1999, con una significativa participación del mundo intelectual de Europa, Estados Unidos, Canadá, América Latina, Europa del Este, Senegal, Nigeria, Japón e Irán. También se organizaron celebratorios en distintas regiones de nuestro continente. Ese fue el exhausto trabajo de ambas cuando escribimos El segundo sexo en el Río de la Plata, registrar todos los eventos que se llevaron a cabo para homenajear su salida, en especial, en Buenos Aires y en Montevideo. 

Otro punto significativo estuvo puesto en colocar el acento de cómo El segundo sexo dispone de una multiplicidad de lectores/as, más allá de las mujeres de sectores medios, citadinas, heterosexuales, universitarias e intelectuales. Fueron preguntas que se abrieron a medida que interpelamos a los grupos de los años sesenta y setenta. La militancia tanto feminista como homosexual si no lo leyó, estuvo al tanto de su aparición en Buenos Aires. Hablamos de la recuperación de los testimonios de protagonistas de las minorías sexuales (como se llamaba en aquel entonces) y feministas: el Frente de Liberación Homosexual (FLH) y el Grupo Política Sexual (GPS), durante la década de los 70. Todos estos relatos desplegaron interrogantes en torno a cómo esta generación pionera descubrió el libro, el año en que fue leído. Asimismo, cuáles fueron sus efectos posteriores en el pasaje de lectores individuales a sujetos/as colectivos/as. Nuestros/as entrevistados/as se conectaron con El segundo sexo simplemente por curiosidad personal, por asesoramiento de un librero, por consejo de una amiga, camarada militante, por el embeleso a la dupla Simone Beauvoir y Jean Paul Sartre o por la admiración a la pluma de Simone. En líneas generales, la conocían por su trayectoria más convencional, omitiendo las múltiples facetas de nuestra autora. Ante todo, era más por su literatura y sus singulares relaciones amorosas que por su obra consagrada. En menor medida, la vinculaban con el existencialismo francés y muy pocas personas, con las corrientes marxistas. Este dato es interesante ya que existen pocos rastreos en el interior de las izquierdas. A principios de los sesenta, pertenecer a las izquierdas políticas en la Argentina, no garantizaba una ampliación de las referencias intelectuales. Eran pequeños grupos solitarios que no tenían contacto, a diferencia de las liberales, con intelectuales europeos. En ese momento, los y las lectores de Simone, no la percibían como una referencia significativa, sino como una rectora de la liberación. Podría tomarse el ejemplo, una década posterior, de la militante trotkista, obrera y sindicalista, Nora Ciapponi quien acompañó a sus camaradas de militancia del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) a incorporar reivindicaciones feministas dentro de las propuestas partidarias y, a la vez, en sus publicaciones sindicales. Al respecto, Ciapponi relataba en relación a nuestra obra: “Leíamos con intensidad a Simone de Beauvoir que nos influenció fuertemente y, en especial, con El segundo sexo, así como encontrábamos un rumbo para la revolución sexual con el Informe Kinsey y el de Masters & Johnson.” 

Esta obra faro se resignificó a partir de talleres de estudios, lecturas colectivas, homenajes, escritos académicos, artículos periodísticos, jornadas, revistas, programas, correspondencias, ensayos, folletos, traducciones, reediciones, apertura de un sinnúmero de editoriales y librerías que recopilaron, editaron y popularizaron este texto. Todo ello, colaboró para analizarlo en diferentes contextos históricos y medir su influencia. No obstante, pocos libros y personajes disponen del privilegio de ser guía de numerosas generaciones no solo de feministas sino también de izquierdas, de disidencias sexuales, trabajadoras del sexo, aborteras y de derechos humanos. 

Y como plantea la escritora feminista Tununa Mercado en su ensayo, persiste en interpelar “con los instrumentos que el humanismo había puesto en manos de esta gran madre-abuela dialéctica: el existencialismo, el psicoanálisis, el materialismo histórico”. 

Desde su aparición, en 1949, provocó amores, pasiones, omisiones y también odios irreconciliables. Sin embargo, al cumplirse los cincuenta años de su salida hubo unanimidad de criterio que quedó registrado con las diferentes conmemoraciones que se realizaron. Ello mostró que El segundo sexo sigue siendo cabecera de la rebelión feminista y, por lo visto, no parece haber envejecido. Podríamos decir que las que pertenecemos a la generación de los sesenta estamos frente a un fenómeno inusual en relación con las de otras generaciones posteriores: emergió una juventud feminista, con todo lo que ello implica. Quizás, diferente a la nuestra que estaba tan marcada por las izquierdas anticapitalistas, anticoloniales e internacionalistas. Posiblemente, sean ellas y ellos lxs que estarán leyendo El segundo sexo en el Río de La Plata y a partir de encontrarse con nuestro libro, terminen contactándose con El segundo sexo y también con la obra completa beauvoiriana.

Armar genealogías es volver la mirada al acto político y teórico de nuestros/as antecesores/as que no imaginaron la trascendencia que tendrían sus estrategias a futuro. Seguramente este habrá sido el caso de Simone. Creo no equivocarme en decir que ella no escribió para un venidero, escribió para un presente. Está en nuestra voluntad y en el compromiso, rastrear esas marcas y pisadas, tal como lo presentamos a lo largo de los veinte ensayos y ponencias reproducidas en El segundo sexo en el Río de La Plata. En consecuencia, el trabajo de la memoria no se agota en recapitular los recuerdos, requiere de una interpelación para que emerja a la superficie una multiplicidad de tonalidades como es en Simone de Beauvoir al hablar de las repercusiones de su vida privada/amorosa, ideas y prácticas en los círculos intelectuales, feministas, de derechos humanos, antifascistas, anticoloniales y políticos de izquierdas de su época y más adelante también.

-Sobre la reedición de Orgullo queríamos preguntarte por Jáuregui, en especial, por su rol en la vinculación con agrupaciones y colectivos LGBT, su impronta en la visibilización de las travas y trans, y por qué crees que sus aportes al feminismo queer pueden ser leídos en términos de legado. 

-La Editorial Final Abierto, de mi querido amigo Mario Iribarren, me pidió reeditar Orgullo: Carlos Jáuregui. Una biografía política, un libro que va más allá de una simple crónica sobre la vida de Carlos Jáuregui (1957-1996) y de su militancia por hacer visible las reivindicaciones y formas organizativas de las minorías sexuales de aquellos años, a las que concibió como parte integral de una lucha más amplia por los derechos humanos, civiles y sexuales. De muchas maneras, Orgullo funcionó como un verdadero dispositivo político a partir de su salida en noviembre de 2010, publicado por Emecé. Llevó a reflexionar sobre los desafíos y dificultades que afrontó la comunidad de lesbianas, gays, travestis y transexuales (LGT) frente a un proyecto de emancipación con su apuesta de tejer todo tipo de coaliciones. En realidad, Orgullo tampoco se trata de una biografía clásica.  En cambio, ofrece una cartografía de los movimientos sexuales, sociales y políticos protagonistas desde la transición democrática y el alfonsinismo, hasta el desembarco del menemato con sus políticas neoliberales frente a la expansión del capital global. En efecto, intenté armar un mapa de las organizaciones de derechos humanos, del movimiento estudiantil, de las izquierdas críticas anticapitalistas, de mujeres, feminismos, homosexuales, lesbianismos, travestis y transexuales con sus coaliciones puntuales, en un afán por entrelazar el conjunto de las opresiones-explotaciones a la que devenían. Orgullo opera como una caja de herramientas que ofrece múltiples elementos para reflexionar sobre los desafíos pasados y presentes de tales comunidades en la reconstrucción de disputas y contextos históricos. Hay un hilo muy firme que une estas cuestiones y que aparece abordado en Orgullo: los esfuerzos y luchas de Jáuregui y su grupo más íntimo por converger con un amplio conjunto de organizaciones sociales y políticas mediante coaliciones puntuales. Desde ese lugar se impugnaron y confrontaron perspectivas sostenidas por los diferentes colectivos en esa trama compleja de acercamientos y tensiones que recorrieron hasta constituirse en un movimiento tal como lo conocemos en la actualidad. Por último, en esta nueva edición de Final Abierto, agregué un extenso capítulo dedicado a la constitución del colectivo travesti en los años noventa y sus malestares con los grupos de gays y lesbianas, los encuentros en el bar Tasmania para alcanzar el ansiado crecimiento dentro de la órbita de lo que hoy se conoce como la comunidad LGTBIQ. También incorporé seis entrevistas, llevadas a cabo entre 2008 a 2010, a personas muy próximas a Jáuregui y otras no tanto: Lohana Berkins, Nora Cortiñas, Luis Zamora, Alejandro Modarelli, Mónica Santino, Flavio Rapisardi y Enrique Rojas. Por otra parte, se encontrarán con un anexo que contiene todo tipo de documentos que me resultaron sustanciales adicionar ya que podrían servir seguramente para que futuros/as investigadores/as realicen sus propias indagaciones sobre esta historia reciente. En fin, Orgullo representa un aporte político militante desde una mirada feminista queer para quienes comienzan a activar, si bien saben que hubo un antes, posiblemente desconozcan cómo referenciarse en ese pasado y qué puentes tender con las prácticas políticas que les precedieron. 

Haber activado con Jáuregui me abrió un mundo desconocido y más amplio que el que tenía. Me desprendí de ese feminismo de las regalías. Eso me ayudó para levantar el reclamo del aborto voluntario desde otros lugares, tal cual lo vine haciendo desde hace años a partir de la coalición con el movimiento de masculinidades trans y no binaries. Incorporé categorías nuevas que son siempre bien recibidas. Al mismo tiempo, en estos espacios se discute en torno a la heterosexualidad como régimen político. Leyendo a Monique Wittig entendí cuáles eran mis malestares. Conocer a Jáuregui me flexibiliza totalmente. 

Con la recuperación de la democracia en 1983, los organismos de Derechos Humanos tomaron un lugar protagónico. Son ellos los que fueron diseñando la política en los 80. Pero todavía la vitalidad del aparato represivo heredado y la participación de sectores de ultraderecha, provocaban un clima de intimidación permanente. Llevaban adelante una gran persecución que incluyó allanamientos, detenciones, razias. Un eje de la época era la denuncia de los códigos contravencionales y la Ley de Antecedentes que atenta contra las maricas, putas y travestis. Carlos intentaba replicar en Buenos Aires la tentativa de diálogo que él vivió en París y en Nueva York, en 1981, entre el movimiento homosexual, el feminismo y el trotskismo. Aunque ya existía en Buenos Aires la experiencia en los 70 del Grupo de Política Sexual (GPS), una coalición fugaz entre feministas y homosexuales durante el clima revolucionario de la toma del poder a través de las armas. El Frente de Liberación Homosexual (FLH) se vinculó con ciertas militantes de la Unión Feminista Argentina (UFA) y del Movimiento de Liberación Feminista (MLF). En cuanto a lo que hizo Carlos con las travestis, fue ayudarlas a organizarse. No las incorporó a su agrupación, Gays DC, las ayudó a que crearan su propio movimiento. Visto desde hoy emprender un colectivo para que sea independiente de tus modos, de tus deseos, parece imposible. Hoy lo que reina es el tutelaje de aquello que se organiza. Lo que pasaba con Jáuregui era un referente que no quería ser líder. Sin mañas de manipulación. Ese movimiento blanco, de clase media e ilustrado, como era el de gays y lesbianas, implosionó cuando se sumaron las travestis, que provenían de los sectores populares y que rompieron con el binarismo sexo-genérico desde su marginación a extremos de desclasamientos inimaginables.


Escuchá el episodio #19 de JUNTAS PODCAST en SPOTIFY donde conversamos con Mabel Bellucci:


*Andrea Sosa Alfonzo es comunicadora y periodista. Se especializa en comunicación digital. Es Directora Periodística de Revista RIBERAS. Ha publicado artículos en diversos medios de comunicación. También hace columnas para radio desde 2014, desde el enfoque de género y feminismos.

**Clara Chauvín es periodista y productora de contenidos en Canal UNER y en Riberas. Desde el año 2009 viene trabajando en diferentes medios gráficos, radiales y televisivos, especializándose en género y feminismo. En 2019 publicó el libro «Hermanadas: Postales de lucha» (Editorial El Miércoles).