Por Ignacio Izaguirre* | Fotos: AFP, Telam, Amazon Studios: Film Argentina, 1985
En 2023 se cumplen 40 años de la recuperación democrática en un contexto donde una política negacionista amenaza lo que hasta ahora era un consenso definitivo. Argentina, 1985, es una película a medio camino entre la reivindicación de la política y una posición moralista, pero que sin dudas abre un espacio necesario para recordar por qué durante este tiempo la sociedad argentina eligió la democracia. El debate es cómo hacemos para revalorizarla.
Sin novedad en el frente[1], habrán pensado los equipos de campaña de la política nacional. Posiblemente, un triunfo de la película argentina en los Oscars en su edición 2023, hubiera agregado un nuevo tema a la coyuntura nacional y obligado a las y los candidatos a tomar una posición explícita sobre la dictadura y los juicios. Quizás sea el radicalismo el que más tenía para ganar con la mirada institucionalista y reivindicativa de Alfonsín sobre la película. Quizás los libertarios hubieran tenido algún problema para eludir el apoyo expreso a la última dictadura. Una cuestión que, aunque no le resta votos duros, sí le puede dificultar el salto a la masividad.
Y como los contextos hacen al cine y viceversa, es que nos proponemos hacer ese recorrido porque la historia sí la hacen los hombres y las mujeres. Lo primero que vemos en Argentina, 1985[2] es una radio. El dial mecánico de la radio del auto de Strassera (Ricardo Darín). Aunque no es una película sobre los medios, está atravesada por el nudo de esa cuestión: la importancia de la conquista de la opinión pública, o cómo la sociedad hace suyo un relato y lo normaliza. O cómo desde el presente lo traemos para reafirmar un destino que nos conducía hacia el futuro: Nunca Más.
Es posible que la palabra normal sea la más importante en esa frase. Podemos pensar que cada gobierno desde el retorno de la democracia (o desde siempre) basa su relato en la idea de que es el encargado de restituir la normalidad perdida. Gobierna contra algo que alteró al país normal y que, al ser derrotado, deja abierto el camino a la prosperidad.
El alfonsinismo gobernó contra la dictadura, la normalidad perdida en ese relato era la democracia. El sostén del menemismo fue la estabilidad económica, la anomalía derrotada fue la hiperinflación de fines de los 80. El triunfo electoral de De la Rúa se basaba en un retorno a la seriedad, la mesura y la formalidad contra la mersada y la corrupción menemista; el “dicen que soy aburrido” resumía esa idea. Néstor Kirchner, a quien ahora se relaciona como un gobernante de cambios intensos, usa cuatro veces la expresión “país normal” en su discurso de asunción presidencial. Para los gobiernos kirchneristas, la anormalidad fue el neoliberalismo y la desocupación, el tema recurrente de la segunda mitad de los 90. Finalmente, Macri ganó y gobernó, según su relato, contra la corrupción (quién lo hubiera dicho en los 90….) y la falta de republicanismo.
El gobierno de Alfonsín es, entonces, un éxito en la construcción de ese relato: el famoso consenso democrático que recién ahora, 40 años después, parece estar padeciendo algún síntoma de debilidad. En todo este tiempo atravesamos gobiernos de diferentes partidos políticos e ideologías, crisis profundas y descreimiento en el sistema político, pero nunca hubo espacio para voces que propusieran la interrupción del sistema democrático como solución. Incluso los indultos de Menem se hicieron sin ningún intento discursivo por apaciguar la condena social a los genocidas ni, mucho menos, excusar la toma del gobierno por las armas.
La película Argentina, 1985, padece de cierta ambigüedad en este sentido. Por un lado, la importancia de la opinión pública está muy presente, el problema de cómo se comunica el juicio a la sociedad es uno de sus grandes temas. Por otro lado, hay un desprecio por la política (alguien dirá que es por los políticos, como si pudiera existir una política sin sus profesionales). Parece no darse cuenta de que la política es, justamente, la batalla por la opinión pública.
El Strassera protagonizado por Darín sabe que el juicio no es sólo un tema judicial. En la escena en la que ve por televisión la entrega de los documentos de la Conadep, entiende que la sociedad está más interesada en el juicio que su entorno judicial. Los hogares de clase media acomodada alrededor de su casa, están sentados frente a la televisión. El prototipo de la normalidad argentina con su papá y mamá, los chicos, la cena familiar, de casa al trabajo y del trabajo a casa; ese ideal al que le habla desde siempre la televisión argentina, había recibido el impacto del horror, y estaba disponible y expectante por una acción institucional.
En este contexto simbólico, el fiscal dice: “Tenemos que convencer a la clase media”.
Sin embargo, es también él quien insiste en reconocerse como un funcionario burocrático, un hombre que hace su trabajo, que no debe involucrarse con cuestiones sentimentales. Este hombre zigzaguea en contradicciones, entre su rol profesional y el peso de torcer el camino de una nación dice: “La historia no la hacen hombres como yo”. Darín logra hacer funcionar ese leve tono de comedia que muy bien usa la película para no caer en una solemnidad y gravedad difíciles de digerir y más propias de producciones de los 80. Su Strassera tiene gracia, logra decir el infaltable “boludo” que caracteriza al actor, y también mostrarse como un habitante genuino de tribunales.
“¿Y no podés decir que no?”, pregunta su hijo. No, no puede decir que no, su trabajo es acusar, es una pieza de un mecanismo que funciona por sí mismo.
Son los hombres a su alrededor los que parecen estar más atentos a que la comunicación debe tener impacto social. Es Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) el que va a los programas de televisión y es Somi (Claudio da Passano) el que le dice que su alegato debe tener fuerza dramática, que no alcanza con “la prosa inocua de empleado de tribunales”.
La operación que hace Argentina, 1985 en este sentido resulta contradictoria o, al menos, intrincada. Los protagonistas reivindican muchas de sus acciones con argumentos políticos estratégicos, pero al mismo tiempo condenan a los políticos que favorecen estas estrategias.
Moreno Ocampo lo enuncia varias veces: él es el hombre adecuado porque viene de familia militar, no hay que usar abogados comprometidos con la causa de los derechos humanos porque “van a ser tildados de comunistas». La estrategia con la que no solo se construyó el juicio, sino que generó el consenso democrático fue no dejar ningún resquicio que permitiera a los militares argumentar que era un juicio ideológico. Lo que se juzgaba era exclusivamente el incumplimiento de la ley.
Con este mismo criterio el presidente radical designó a los miembros de la Conadep cinco días después de su asunción. Se eligieron hombres y mujeres de gran prestigio, incluidos personalidades de la ciencia, la religión y el periodismo, que no pudieran ser usados por la defensa de los militares como partidarios de las organizaciones armadas ni de su ideología. Argentina ya había vivido muchos años de violencia política, había un terreno fértil para instalar un consenso en torno a la no repetición de esa historia. «Lo que el fiscal Strassera y yo queremos, además de darle justicia a las víctimas, es terminar con la muerte como herramienta política ¿O no es eso lo que queremos todos?”, le dice Moreno Ocampo a un Neustadt (Pepe Arias) al que no le queda otra que asentir a regañadientes.
No es casual que una de las escenas más emotivas sea la del llamado de la madre de Moreno Ocampo (Susana Pampín) a su hijo para decirle que Videla tenía que estar preso. En ese llamado se resume el éxito absoluto de la estrategia comunicacional y de la construcción de una narrativa social y política que necesitaba hacerse de nuevas herramientas para la reparación, la justicia y la memoria.
Sin embargo, al tiempo que entroniza una acción netamente política, la película parece algo ingenua en su mirada sobre la política. El que explicita estas miradas es el Ruso (Norman Briski), un personaje que no está basado en ninguna figura histórica. “Hace 50 años que vengo diciendo que todo esto se va a la mierda. Sube un gobierno, dice que va a cambiar las cosas e inmediatamente llama a los mismos hijos de puta de siempre”, protesta. Es por lo menos desconcertante pensar que esa frase puede describir la política argentina entre 1935 y 1985, período en el que, entre otras cosas, nació, se proscribió y resurgió el peronismo. “A veces se abre una rendija, la idea es que se meta un infiltrado a hacer algo de justicia”, dice en la misma escena. La idea de que todo está podrido y es necesario un héroe que actúe en una situación extraordinaria para hacer algo que valga la pena parece sacada de la cabeza de un progresismo prekirchnerista, que no perdió la inocencia y que suele reivindicar a Alfonsín por sus valores morales sin reconocerle, precisamente, su valor político.
El Juicio a las Juntas fue mucho más que un acto de justicia, fue una valiente maniobra política. La mejor justicia penal que el Estado puede ofrecer a una víctima no es más que un modesto y falible mecanismo de venganza institucional. La acción política, en cambio, ofrece una verosímil proyección en el futuro. La versión histórica más plausible sostiene que la idea inicial de Alfonsín era juzgar solamente a los comandantes. De este modo cumplía con su promesa electoral, se anotaba el triunfo personal de haber hecho algo inédito en el mundo y le ponía un límite al “partido” militar que había condicionado a todos los gobiernos previos, al menos, desde la caída de Perón.
La película no le teme a la caracterización física de personajes históricos. El desfile de los comandantes en primer plano y su presentación uno a uno roza la caricatura. Hay un Videla, un Massera, un Lúder, un Neustadt. Sin embargo, elige dejar a Alfonsín fuera de campo, impoluto, irreproducible como una divinidad, como aquel que de forma casi inverosímil decidió someter a juicio a quienes habían sembrado el horror en nuestro país. En su encuentro con Strassera, no se establecen directivas. Y por si quedaban dudas, Silvia (Alejandra Flechner), la mujer del protagonista y su cable a tierra, la vocera de la mesura y el sentido común durante toda la película, lo explicita: “Independencia de poderes, es perfecto”.
De este modo, los condicionamientos al fiscal por parte de la sucia política, el eufemístico pedido de “responsabilidad” —que no es más que la ética de la responsabilidad opuesta a la ética de las convicciones— quedan en boca de Bruzzo (Gabriel Fernández), un personaje que, aunque oscuro, no deja de ser querible para un espectador con lectura política.
El guión no se ahorra ninguna astucia en su búsqueda de la masividad, se cuida de no ofender ni dejar afuera a ningún espectador potencial. Nunca usa la expresión “militantes populares” ni “luchadores” ni ninguna que pueda interpretarse como algún tipo de reivindicación de la lucha armada, pero en varias oportunidades —como durante el discurso de Tróccoli— deja en claro explícitamente su rechazo a cualquier forma de la teoría de los dos demonios o a la culpabilización de las víctimas. Siendo claramente apologético de Strassera y Alfonsín, se cuida de no “gorilear” ni levantar polémicas con el peronismo. Salva a Ítalo Lúder, rescatando su declaración en el juicio en la que descarta la versión sostenida por la defensa según la cual el decreto constitucional que ordenaba “aniquilar a la subversión” autorizaba lo actuado por las juntas militares. En esa declaración sostiene también que no había ninguna guerra en el país, el otro argumento defensivo de los comandantes. Además, introduce un personaje abiertamente peronista: Maco (Félix Rodriguez Santamaría), el hijo de Somi. La discusión entre padre radical e hijo peronista se adivina cotidiana y vehemente, pero, en definitiva, familiar. Trapitos muy sucios, pero que se lavan una y otra vez dentro de la casa —en orden y sin sangre— de la democracia argentina.
Dentro de esas astucias del guión puede leerse el austero apriete de Bruzzo a Strassera. Los/as espectadores/as antipolítica sentirán que la impureza política busca condicionar el accionar de un hombre justo y noble. Pero quienes estén más involucrados/as con el arte de lo posible, entenderán que esa charla es una alusión a lo que efectivamente pasó un par de años después, cuando la continuidad de los juicios a todos los responsables decidida por el Poder Judicial, culminó en el alzamiento de Semana Santa. “Lo mejor para la democracia es ser responsable. Si los militares se levantan, ¿quién va a contar los muertos?”: la pregunta de Bruzzo es la pregunta de un dirigente político. El bien superior es la defensa de la democracia y la democracia —como cualquier otro objetivo político— viene con concesiones, con transas, con contradicciones, con devenires administrativos.
No importa solamente la verdad, hay que ganar, insiste con bilardismo judicial Moreno Ocampo. Y se eligen las palabras, los terrenos, se redacta un alegato efectista y dramático, se nombra a un fiscal nieto de militares y las Madres de Plaza de Mayo se sacan los pañuelos en la sala de audiencia. Toda para que sea posible una condena.
Las escenas de una mujer pariendo dentro de un auto atada de pies y manos, una nena de 16 años secuestrada y desaparecida, bebés robados y embarazadas torturadas, son verdades frías que, como elecciones comunicacionales, tienen una eficacia brutal que nos deja repasando cada discursividad social que desde 1985 en adelante tomaron diversos sectores. Es posible que hace algunos años hayamos perdido esa fuerza. Seguros de lo conseguido, nos olvidamos de que la historia está en movimiento. Quisimos explicar abstracciones que, aunque obvias para muchos, no tienen la potencia de las imágenes del juicio: que la dictadura fue cívico-militar, que no fue una aventura de monstruos ni de locos, que se buscó instalar un régimen económico. Al convertir el número 30.000 en un símbolo, se habilitó la discusión por el número de desaparecidos, como si eso mitigara en algo las atrocidades. Estas rendijas permitieron a los negacionistas tomar la iniciativa en la discusión política y en los usos del lenguaje cotidiano: los adjetivos coloquiales y potentes como “fachos”, que tan bien recupera la película, se transformaron en formulaciones académicas preestablecidas que funcionan como filtro para reconocer a los iniciados y dejar afuera a los réprobos.
Es muy posible que estas no sean las razones principales del avance del negacionismo en Argentina, pero podríamos esbozar un relato actualizado que en este presente disímil dispute la atención del público masivo en lugar de seguir buscando el aplauso de quienes están convencidos/as. Un aprendizaje que desde los años más oscuros forje condiciones hacia el futuro, para que en el relato de un próximo gobierno, la anomalía a superar sea la cada vez más estéril grieta.
*Es periodista y crítico de cine. Codirigió durante varios años la revista digital de crítica Hacerse la crítica. Publicó cuatro libros de críticas cinematográcicas junto con el equipo de esa revista.
[1] La película alemana Sin novedad en el frente -2022- (All Quiet On The Western Front), de Edward Berger, se llevó el Oscar a la mejor película internacional en la edición 2023 que se llevó adelante este 12 de marzo en el Dolby Theatre de Los Ángeles. El film está basado en la novela homónima de Erich Maria Remarque, de 1929.
[2] Argentina, 1985 (2022). Dirección: Santiago Mitre. Guión: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Fotografía: Javier Julia. C/ Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Santiago Armas, Gina Mastronicola, Norman Briski. Se trata de una película de drama histórico argentino que relata el caso real de la tarea del fiscal Julio César Strassera y su equipo, en el célebre Juicio a las Juntas a quiénes habían instalado un régimen de terrorismo de Estado con miles de desaparecidos/as y torturados/as, apropiados/as durante la última dictadura que gobernó Argentina desde 1976 hasta 1983. Fue nombrada una de las 5 mejores películas internacionales de 2022 por la National Board of Review, ganadora en los Premios Globos de Oro en la categoría de mejor película en lengua no inglesa y a su vez, fue nominada en la categoría mejor película internacional en la 95.ª edición de los Premios Óscar.