Por Daniel Chao* | Fotos: AGN, AP, Archivo
La problemática de la salud atravesó la guerra de Malvinas desde sus comienzos: las condiciones en las que lucharon los/as combatientes en la defensa de la isla se agravaron cuando tras finalizar el conflicto bélico quedó en evidencia la ausencia de políticas públicas que garanticen una cobertura específica para los/as veteranos y veteranas. Cuarenta años después, la salud todavía emerge como una deuda del Estado.
Recientemente y en las vísperas del cuadragésimo aniversario del desembarco argentino en Malvinas, el diputado nacional por el FDT, Máximo Kirchner, hizo público un proyecto de su autoría que busca darle estatus de ley al Programa Nacional de Atención a la Salud del Veterano de Guerra a cargo del Instituto Nacional de Servicios Sociales para Jubilados y Pensionados (INSSJyP). Casi un año antes, el PAMI dio a conocer el programa “Veteranos y Excombatientes Cuidados” cuyo fin es, en palabras de la titular del organismo, Luana Volnovich: “garantizar la cobertura de por vida para sus compañeras y familias”. En este marco, se lanzó un relevamiento para construir datos sobre “salud integral, bienestar emocional, impacto de la pandemia, grado de conformidad general con los servicios del instituto e intereses en determinadas temáticas”.
La pregunta que podría surgir de este artículo es ¿por qué la salud del veterano/a de Malvinas sigue produciendo “programas” o “leyes” cuando han pasado cuatro décadas del fin de la guerra? Para responder esta pregunta, propongo hacer un breve recorrido sobre las formas en que el Estado nacional ha problematizado la salud de las personas y de sus familias, como consecuencias del impacto bélico que tuvo la recuperación de la soberanía argentina en los archipiélagos del sur.
La guerra y la posguerra temprana
No pueden obviarse las condiciones de la sanidad militar durante la guerra, que sin ser excepción del marco general, tuvo niveles de improvisación muy claras pues no figura en las directivas estratégicas desde las que se planeó, rudimentariamente, la defensa de Malvinas.
Los sistemas de evacuación y recuperación de heridos tomaron forma recién con los primeros ataques ingleses, así como la conexión entre los puestos de socorro, el funcionamiento del Hospital Militar Conjunto de Puerto Argentino, los buques hospitales ARA Bahía Paraíso y ARA Almirante Irízar y los hospitales militares de Comodoro Rivadavia, Bahía Blanca y Campo de Mayo (Ciudad de Buenos Aires) fueron deficientes en su funcionamiento, lo que empeoró con el correr de los días. En los documentos militares fechados el 25 de mayo de 1982, figura que el Estado Mayor Conjunto dio forma a un primer plan de traslado y recuperación y entre esa fecha e inicios de junio, se crearon diversos Centros de Recuperación de las fuerzas que tendrían mayor actividad tras la rendición del gobernador de Puerto Argentino, Mario B. Menéndez.
Al finalizar la guerra, estos Centros -como el Centro de Recuperación de la Propia Fuerza (CRPF) del Ejército que funcionaba en Campo de Mayo- recibieron a una masa importante de soldados, oficiales y suboficiales a los cuales se mantuvo aislados de sus familias, hasta que se fueron dando las diversas órdenes de desmovilización entre junio y agosto de 1982. En ese contexto nació un problema: cómo tratar médicamente a una serie de hombres que no formaban parte de las Fuerzas Armadas, no tenían -en su mayoría- cobertura de salud, no estaban protegidos por las leyes nacionales y eran muestras vivas de la derrota del “victorioso” Ejército argentino.
Este aspecto tuvo una triple vía de tratamiento particularmente en la Ciudad de Buenos Aires. Se activaron una serie de iniciativas filantrópicas como los madrinazgos de guerra, que ayudaban con las compras de medicamentos y equipamiento ortopédico; las diversas unidades recibieron la orden de efectivizar tareas de apoyo a “ex combatientes” entre las que se encontraba la de “contribuir a la recuperación moral, psíquica y física de los excombatientes de la Fuerza”; y, finalmente, la ley de subsidio a discapacitados por la guerra (ley 22.674 de noviembre de 1982). Todavía no se hablaba de obras sociales ni de cobertura médica de ningún tipo.
Pero estas acciones mostraron sus limitaciones, tanto en relación a sus planteos como al despliegue geográfico, algo que además afectó el grado de aceptación de los ex soldados, quienes muchas veces no querían tener contacto con la Fuerza o no contaban con la información de cómo obtener estos beneficios. Además, las primeras organizaciones de ex combatientes formadas en Corrientes, Chaco, La Plata y Buenos Aires, mostraron su rechazo a las intromisiones de las FF.AA en sus vidas e iniciaron un proceso de lucha dirigido hacia las administraciones del Estado, municipios y gobernaciones que se extendió hasta el regreso a la democracia.
Los años del delay alfonsinista
En diciembre de 1983 y luego de las elecciones ganadas por Raúl Alfonsín, el Congreso de la Nación volvió a sesionar luego de años de funcionamiento de su homólogo dictatorial: la Comisión de Análisis Legislativo (CAL). Entre los primeros proyectos de ley presentados, la reconocida legisladora peronista, Lily de la Vega de Malvasio, solicitó al Ejecutivo que se organice un “relevamiento” para determinar la situación de los jóvenes que lucharon en Malvinas. Si bien este proyecto no pasó a tratamiento, mostró que la información sobre el estado de los ex soldados formaba parte de los problemas de la nueva democracia en ciernes. Esta preocupación se materializó con la aprobación de la ley 23.109 de “beneficios a ex combatientes” que planteaba la necesidad de un reconocimiento médico que permitiría, en palabras de sus autores, una “verdadera reparación”. Dicho proceso debería llevarse a cabo a través de una convocatoria nacional y la revisión estaría a cargo de las “Juntas de Reconocimiento Médico” que funcionaban en las delegaciones Sanitarias Federales del Ministerio de Salud y Acción Social.
Si bien la ley se aprobó en septiembre de 1984 no tuvo un decreto de reglamentación hasta 1988, casi un año después del levantamiento carapintada. Este “delay” de cuatro años, provocó una distancia muy fuerte entre las pocas iniciativas del Estado y la realidad de los ex combatientes, que a su vez, ocuparon el espacio público a través de asociaciones, coordinadoras y otros organismos de apoyo.
Parte de lo que hoy llamamos el “abandono estatal” se tejió en estos años, aunque se consolidó como un lugar común para los procesos posteriores. Recién en 1988 a través del decreto 509, el Ejecutivo reglamentó dicha ley. No obstante, cambió algunos de sus puntos clave. En principio, no especificó las condiciones de esa convocatoria nacional -cabe aclarar que ésta nunca se llevó adelante- sin embargo refería que los veteranos podían presentarse de manera individual y voluntaria a las juntas de las delegaciones federales, pero luego serían las juntas de reconocimiento de cada Arma las que determinarían la veracidad del primer diagnóstico. Una vez establecido esto, cada Fuerza debía hacerse cargo del tratamiento, con un agravante: sólo quienes tenían una discapacidad del 66% podían ser beneficiarios de una obra social (de la Fuerza “responsable” o la del sistema previsional). En síntesis, sólo cuando la junta de reconocimiento estableciera un grado avanzado de discapacidad en la persona sería cuando podría adquirir el derecho a obtener una cobertura de salud por su participación en la guerra.
Sin la convocatoria nacional y con el resguardo del tema en las espaldas de las FF.AA, esta política sanitaria estaba destinada al fracaso y a empeorar la situación de los ex soldados, sobre todo de quienes tenían condiciones socioeconómicas endebles incluso antes de la guerra.
La cobertura del PAMI durante el menemismo
El 22 de junio de 1990 comenzaría una nueva etapa cuando la Administración Nacional de Seguros de Salud (ANSSAL) resolvió que todos los ex combatientes desocupados o con trabajos informales, y sus familias, tengan cobertura médico-asistencial. En septiembre del mismo año, el Ministerio de Salud incorporó a los veteranos como “población objeto” de programas de atención diferencial, por sus necesidades “inéditas”. En octubre, se sancionó la ley 23.848 de pensiones de guerra, que los incorporó definitivamente al PAMI dependiente del INSSJyP.
Si bien esta decisión fue una novedad en la vida de los ex soldados, no estuvo exenta de vaivenes como fue la obligatoriedad que se impuso a partir de 1991 de pasar por las juntas de reconocimiento señaladas en la ley 23.109. Si bien esta imposición fue derogada un año después ya que tenía como arrastre los fracasos del período anterior, confirmó que a diez años de la guerra, la protección a los veteranos todavía era cuestionada. Con la derogación de 1992 se cerró el ciclo que obligaba a pasar por un diagnóstico y en cambio PAMI pasó a garantizar la cobertura médica con la mera presentación de un certificado de participación en la guerra expedido por el Ministerio de Defensa. Lo cierto es que a pesar del contexto de desfinanciamiento y privatización del sistema previsional argentino, la década del noventa fue mucho mejor que la anterior para la atención de los veteranos. Sin embargo, las asociaciones pusieron en debate la especificidad de los tratamientos, algo sobre lo que hasta entonces no se había hablado, ya que los prestadores y programas médicos eran los mismos que atendían a la vejez o a personas con patologías que nada tenían que ver con la guerra.
Entre 1993 y 1996 se discutió y aprobó un proyecto de ley que aseguraba el derecho a la obra social del INSSJyP a beneficiarios de pensiones por invalidez y vejez, madres de siete hijos, hijos de padres desaparecidos y a veteranos de Malvinas. La ley 24.734 puso en el mismo rango de asistencia estatal a sujetos con vivencias diferentes que fueron unidos tan sólo con el criterio de que todos ellos tenían en común cierta exclusión del mapa social.
En 1994, el INSSJyP intentó un modo de acercamiento específico sostenido en la red de organizaciones -cercano a lo que se hacía con los centros de jubilados/as- y creó el “Registro Nacional de Entidades de Veteranos de la Guerra de Malvinas”. A la par, se puso en marcha un plan de salud que llegó a cubrir a dos mil afiliados/as (la gran mayoría de CABA o provincia de Buenos Aires) pero fue descontinuado al poco tiempo. Otra iniciativa que sería un fracaso fue cuando en 1997 el Instituto contrató a la empresa COFESA para brindar un plan de salud, pero fue denunciado por malversación de fondos. Tras dar de baja el contrato y ante el riesgo de pérdida de cobertura, la Federación de Veteranos de la Guerra de Malvinas (FVGM) presentó un proyecto con el apoyo de diversos bancas de legisladores/as para que el Estado asegure la afiliación al PAMI -hasta el momento la cobertura que había dado mejores resultados-. Este proyecto fue aprobado en 1999 y se convirtió en la ley 25.210, promulgada por el presidente Fernando de la Rúa.
Una atención específica
La Subgerencia del Veterano de Guerra, primera área del PAMI se creó en el 2000 y fue la encargada de atender y planificar tratamientos hacia los beneficiarios, con el rasgo contraproducente de que sólo tenían cobertura los/as asociados/as residentes en Capital Federal. Entre 2001 y 2002, se creó el Equipo de Salud de la Subgerencia, que llevó a cabo un relevamiento de prestaciones utilizadas y en 2003, el INSSJyP aprobó un pliego de contrataciones específicas ligadas a la atención médico-asistencial de los/as veteranos/as de guerra que excluyó la atención psicológica y psiquiátrica. Una de las principales demandas era precisamente la contención por los constantes suicidios y enfermedades mentales como consecuencias diversas del llamado “estrés postraumático”.
Fue recién en 2004 que se realizó un censo de veteranos/as de guerra que recabó datos de más de 13 mil personas y que incluyó preguntas sobre el estado de salud. En febrero de 2005, se creó el primer “Programa Nacional de Atención al Veterano de Guerra” dependiente del INSSJyP, que incluyó un registro especial de prestadores en continuidad a lo establecido en 2003. Era la primera vez que un programa señalaba que nunca se había tomado en consideración las consecuencias de la guerra en la atención médica incorporando patologías y afecciones específicas del tipo psiquiátricas, adicciones, problemáticas gastrointestinales y vasculares periféricas.
A partir de allí, y hasta hoy, se constituyeron centros de atención especiales y los Ministerios de Salud y Defensa ajustaron más sus acciones conjuntas para abordar la problemática.
Las deudas del Estado son con la salud
A cuarenta años de la Guerra de Malvinas hay un aspecto que no ha sido modificado, al menos desde la década de 1980, y es una convocatoria nacional -ley 23.109 de 1984- no mediada por la tecnología, en la que el Estado garantice otorgar un diagnóstico sobre cada veterano y veterana, así como para sus familias. Desde el principio, primó la iniciativa voluntaria condicionada incluso muchas veces por las realidades personales de cada ex combatiente sobre el diseño de normativas y políticas públicas. Debemos señalar que no se encuentran en la misma situación un ex soldado de La Plata que otro del Paraje Tacuaral en Corrientes, aunque hayan luchado en la misma guerra, bajo la misma convocatoria e incluso hayan compartido las mismas posiciones en Malvinas. Con una política que siempre llegó tarde, correr el velo de la asistencia para ir hacia un modelo de cuidado, quizá sea un enorme acto de cariño hacia estos hombres y mujeres que lucharon contra una potencia militar en nombre de la Nación y el Estado argentino.
*Daniel Chao es Doctor en Ciencias Sociales por la UNER. Es investigador del CONICET en el Instituto de Investigaciones Geohistóricas de Chaco. Escribió el libro “¿Qué hacer con los héroes? Los veteranos de Malvinas como problema de Estado”.