Por Luis Cattenazzi* | Ilustración: Cabro
I
Son como zombis. De vez en cuando, en la madrugada, alguno golpea un auto y la alarma se dispara entre los ecos abandonados de la ciudad. Entonces, en la duermevela, por un segundo, me dejo flotar en la sensación del mundo tal como era y su rutina. La rutina de antes de la epidemia.
Después, despierto del todo y escucho cómo resuenan los relinchos. Ya no puedo volver a dormirme. Por eso este diario, o estos apuntes, escribir me ayuda a relajarme. Antes yo inventaba cuentos bastante pasables. ¿Pero ahora qué sentido tiene? ¿Para que me lea quién? Catarsis, diría mi psicólogo (QEPD), lo hago por mera catarsis.
II
Ayer encontré un diario viejo y no supe si reírme o llorar. Eran los primeros titulares: Suspenden el Turf por virus equino. En aquel entonces me había parecido ridícula la repercusión de tal noticia que solo afectaba a los burreros de San Isidro y a los narcotraficantes.
El semen importado de Holanda contagió a una yegua de salto en Villa Salgado (La Pampa). La globalización y sus senderos que se bifurcan. Se expandió rápido entre los equinos y casi igual de rápido desarrollaron la vacuna. Pero la semana que anunciaron por fin una vacuna exitosa para los caballos se registraron los primeros casos en humanos y no hubo tapabocas casero que pudiera parar el contagio.
III
Si algo me enseñaron las películas de sobrevivientes es que hay que apegarse al método, ser minucioso, llevar un checklist del crepúsculo al amanecer. Cuando uno está definitivamente solo no se puede confiar ni en uno mismo.
Tendrían que verme mis amigos. Ando en esta cupé Torino del 76 a nuevo que encontré en un garage de coleccionistas. La nafta no es problema, tengo combustible para otros mil o dos mil años. Hago tronar mi acorazado por las avenidas porque las calles más angostas quedaron intransitables después de los saqueos y el incendio grande. Prefiero las rectas con buena visibilidad, no vaya a ser cosa de cruzarme con una manada de ellos.
IV
Al principio los nombraba o los pensaba como “ellos”. Porque éramos solo “ellos” y yo. Pero ahora con lo de los apuntes les tuve que pensar un nombre. Les voy a decir “rocinantes”. Se me ocurrió ese, no sé, como nombre adecuado para un caballo loco. Rocinantes. Me gusta. No sé si ponerlo con mayúsculas o minúsculas, con o sin comillas.
V
Los primeros casos uno los leía en el diario o en Internet y como siempre pensaba: a mí no me va a tocar. Y de hecho no me tocó. Pero no puedo olvidar el primer contacto con la enfermedad. Después vino la pandemia y el caos, pero ese primer horror todavía me vuelve en pesadillas.
Fue Lucrecia, la más grande de mis sobrinitas. Empezó con náuseas y fiebre. En plena paranoia probaron primero con globulitos homeopáticos y después con remedios de verdad. Ayudé a mi hermana por unos días, y la última vez que hablé con Luki, ella deliraba a los gritos y le habían atado las manos para que no se arrancara las escaras.
Volví a esa casa desolada en cuanto pude. Lo que había sido mi sobrina ahora rumiaba en el jardincito del fondo, la expresión ida. Mi hermana no me dejó entrar a la casa, se despidió para siempre sin palabras, con los ojos gelatinosos de fiebre.
VI
Son como zombis, escribí en otro apunte. Los de George Romero van despacio pero te terminan alcanzando y te comen el cerebro, los de Danny Boyle te corren rabiosos y te tronchan a dentelladas. Los rocinantes estos son más crueles: te matan con la indiferencia.
Pero en la ciudad hay muy pocos espacios verdes, y enseguida se dieron luchas territoriales. La mayoría del tiempo son vegetarianos, pero si tienen que defender el territorio van con uñas y dientes.
No deja de impresionarme ver esas luchas, sobre todo en las inmediaciones de los antiguos estadios de fútbol donde todavía crece el mejor pasto. Apenas sale el sol se siente la marcha descalza de las manadas rivales, es como un ejército pateando almohadones de plumas, no sé como describirlo mejor. Van arrastrando los callos deformes de lo que fueron sus pies.
Sin aviso previo, en cuanto los machos alfa se señalan en la multitud empiezan las arengas guturales y las corridas. Se arrojan a la carrera unos contra otros, de cabeza. Es una batalla medieval de hombres y mujeres desnudos, si por lo menos fueran hombres y mujeres.
VII
Muy pocas veces me han amenazado ellos, los rocinantes. Sólo cuando fui descuidado y falté al método me expuse a las manadas. Son ejemplares bien alimentados: se la pasan comiendo pasto y deben pesar sus buenos cien kilos. Una estampida de rocinantes no tiene nada que envidiarle a los antílopes del Rey León.
Pero la verdadera amenaza natural vino con el invierno. Había leído viejas historias de los zorros y los pumas de la Pampa, pero recién aparecieron en mayo. Andan en ¿jaurías? de dos o tres, simulan no conocerse entre ellos, como los que robaban carteras en el tren.
No me molesta que cacen rocinantes. El problema es que zorros y pumas no discriminan. A sus ojos soy un paria alejado de la manada. Yo creo oler distinto que los rocinantes que retozan en su propia mierda, pero los depredadores deben considerarme un entremés minimalista y gourmet.
VIII
El invierno se termina, pero fue durísimo. La corriente eléctrica ya venía fallando en chispazos y bajas de tensión, pero el gas se cortó de golpe. La explosión habrá hecho muchísimo ruido en algún gasoducto trunco de Plaza Huincul donde no había nadie para oírlo.
Entrado junio no me quedó más remedio que quemar los muebles y algunos de mis libros. Para no ser injusto o perder tiempo en devaneos estéticos decidí quemarlos por orden alfabético. Desde entonces extraño a Conrad, Borges y Bradbury. En las últimas reservas de combustible tengo a Sábato, Sorrentino y Saki, espero no recurrir a ellos.
En cuanto pude volver a las calles se me ocurrió saquear la Biblioteca Nacional, o la del Congreso en busca de papel, pero lo que me encontré fue terrible. Los rocinantes, también famélicos por el pasto reseco del invierno no habían migrado al norte como yo supuse. En cambio arrasaron bibliotecas públicas y librerías, la celulosa de los libros resultó un buen forraje de invernada.
No voy a negar que cuando los descubrí tuve sentimientos encontrados, hacía mucho tiempo que no veía tal muchedumbre interesada en los libros.
IX
Muchas veces me pregunto por qué a mí no. Qué me hace distinto, qué casualidad genética me salvó de la pandemia, si es que esto es salvarse. Tengo un tipo raro de sangre, es cierto, pero estadísticamente debería cruzarme por las calles con otros como yo. Podríamos ser una gran tribu “A positivo”.
Tampoco creo que sea la alimentación. Cuando fue lo de los vegetarianos la gente salió a saquear latas, cuanto más conservantes mejor. Muchos decidieron que era más seguro comer todos los días una hamburguesa de plástico en su cadena de fast food favorita. Pero visto está que no sirvió de nada.
Yo siempre comí de lata y estuve expuesto al mismo aire lleno de microscópica piel seca contaminada. A veces se me ocurre que fue vacunarme contra el COVID21 lo que me salvó, una vacuna que ya había pasado de moda y me di casi por error. Pero no estoy seguro, también deberíamos ser varios los inoculados.
Mi único consuelo es histórico, pienso que igual se habrá sentido un florentino sobreviviente allá en la época de la peste bubónica. Selección natural y punto para Darwin.
X
A veces me da escalofríos cuando los observo. Ayer comprobé algo que ya había sospechado antes. Algún dejo de instinto humano prevalece porque he visto algunos machos hipnotizados por los cartelones de la autopista. Esos que muestran modelos en pelotas para vender perfumes, carteras, autos o teléfonos. Cualquier otro animal no se detendría ante una foto de una hembra de su especie. Pero estos rocinantes sí, pueden pasarse horas. Me dan pena, o impotencia, no sé.
XI
Debí haberlo imaginado en cualquiera de estas noches de insomnio con tanto tiempo para pensar, pero lo cierto es que no caí en la cuenta hasta hoy. “Estalló la Primavera” hubiese anunciado en titulares estridentes el canal tabloide Crónica. Se siente en el aire, incluso desde acá adentro aunque solo se cuelen astillas de luz por los postigos.
Salí como cualquier día a pasear el fragor de mi Torino y lo primero que llamó mi atención fue ver desiertos los vastos campos de pastoreo. En ninguno de los parques grandes de la ciudad vi mayor actividad que dos o tres rocinantes sueltos.
Supuse, y cierta razón terminé teniendo, que la llegada de la nueva estación habría acabado con los conflictos territoriales ahora que los tréboles florecen para todos sin distinción de crines o rebuznos.
No tardé en descubrir que la primavera era la razón, en eso había acertado, pero no por la abundancia de alimento. Con algún instinto de esos que despierta la alarma se me ocurrió que debían de estar todos juntos. En alguna parte de lo que quedaba de la ciudad debían juntarse los rocinantes, pastando en paz y armonía.
Y ese lugar no podía ser otro que los Bosques de Palermo. Tomé Avenida del Libertador hasta las ruinas del estadio de River. La presencia de más y más mierda sobre la acera me fue confirmando el rumbo, como las migas de Hansel y Gretel.
Llegando al Planetario —divisé la cúpula del observatorio por encima de los árboles—, encontré miles de cuerpos brillando al sol como una marea color piel. Al principio me pareció una sola cosa, una amalgama caliente y viscosa reptando en la continuidad de los parques.
Sin bajarme del Torino, asomé medio cuerpo por la ventana del conductor. Comprobé alrededor que mis amigos predadores no anduvieran al acecho y finalmente me calcé los binoculares.
Tardé en adaptarme de la visión general al detalle particular a puro zoom. Eran los movimientos desesperados propios del sexo. Imposible saber dónde terminaba un cuerpo y empezaban los demás. Muslos, caderas y manos y piernas. Donde aún no se había desarrollado la pelambre pude ver la ansiedad genital en su clímax.
Bajé los binoculares y tuve que escupir algo como flema amarga.
Estos salvajes habían olvidado las enseñanzas milenarias del Kamasutra y se apilaban uno sobre otro hasta el agotamiento, la posición del perrito, si aplica. “Época de celo”, ¿cómo no lo había previsto yo antes? ¿Por qué pensé que estos animales se extinguirían en una temporada? Quizá sobreestimé a la sabia madre naturaleza.
De vuelta en el Torino, el CD a todo volumen para borrar ese orgasmo continuo que había oído, me sorprendí pensando en que era injusto. Injusto estar solo y ellos ahí, cogiendo como en el Fin del Mundo. Creo que sentí celos, y hasta ahí llegó lo que pensé, y ahora que lo escribo tampoco quisiera pensar algo que me desvele hasta el próximo invierno.
XII
Hoy hacía un sol perfecto, el primer día perfecto desde la infección mundial, el invierno húmedo que cala los huesos con zorros que te atacan en jauría y la primavera con semicentauros rociando de semen los jardines públicos.
En el sopor del calorcito que precede al mediodía se me ocurrió subir a la terraza con el rifle. Me recosté contra la cornisa y busqué con la mira telescópica los detalles de la ciudad que creía olvidados. Si uno aísla ciertas esquinas, ciertos edificios, da la impresión de que nada ha sucedido. En un momento una puerta se movió por el viento y sentí físicamente que una horda de oficinistas automatizados saldrían disparados a almorzar.
Después posé la mira en un rincón arbolado del Parque Rivadavia. Una manada de treinta o cuarenta rocinantes machos rodeaban a un grupo de hembras. No sé qué mierda pensaba cuando posé la mira en el centro de esa ronda deforme. No apunté a ninguno en particular. Llamémosle curiosidad: creo que se me ocurrió ver qué tal sería una estampida vista desde arriba.
Apenas rocé el gatillo sentí la patada del fusil en el hombro y el vértigo del giro violento. El disparo resonó en el acantilado de torres vidriadas.
Con el hombro adolorido volví a encuadrar la mira. No quedaba rastro de la estampida. En cambio vi el cuerpo blanco y roto. Una hembra rocinante dislocada y panzona.
Pude haber pensado cualquier cosa, o no haber pensado nada. Pero ese es el problema: pienso demasiado.
Se me ocurrió que podía ser una hembra embarazada.
Se me ocurrió que era posible que los rocinantes criaran hijos sanos. Nadie lo había previsto porque ninguna lumbrera tuvo tiempo suficiente. Sólo yo quedo para suponer el milagro, y llegué tarde.
XIII
Posiblemente este sea el último apunte de la libreta.
Es casi de madrugada y no pegué un ojo ni con las pastillas. Tal vez el whisky anula el efecto, no tengo idea. En cuanto cierro los ojos una voz muy insistente e hija de puta me recuerda que eso que maté no era una mujer, pero tampoco era un animal. A esta altura tengo miedo de ser yo mismo el zombi.
Mis planes son los siguientes: si logro dormir hoy y si mañana no amanezco muerto, cargaré el Torino con lo que sea necesario y me iré a comprobar si es cierto que la Avenida Panamericana puede llevarme de Buenos Aires al lejano Alaska.
Es un viaje que siempre quise hacer, sobre todo ahora, que me mantendrá la mente ocupada con el trabajo arduo de cruzar un continente yermo. Y cierta esperanza me queda, tampoco lo voy a negar: tanto jactarse los yanquis de ser los que siempre salvan al mundo, quizá lo hayan logrado esta vez.
Así que me imagino arribando feliz a una de esas “facilidades” militares de ellos donde todo se conserva democráticamente pulcro, donde todavía hay seres humanos dispuestos a resucitar de las cenizas un paraíso del libre mercado para la Humanidad.
Como final es pésimo lo sé, pero ya bastante tengo con ser un sobreviviente.
Adiós, querido diario. Principio del formulario
* Luis Cattenazzi (Buenos Aires, 1977) Resultó finalista en el concurso de la Fundación Victoria Ocampo y obtuvo en género cuento el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (jurado integrado por Samanta Schweblin, Romina Doval, Juan Sabia). Ha sido editado en compilaciones de concursos y en el suplemento cultural del diario Perfil. Por intermedio del premio del Fondo Nacional de las Artes publicó en 2011 su primer volumen de cuentos A ciencia incierta (Interzona Editora).