Por Nadia Fink* y Martín Azcurra** | Ilustraciones: Alejandra Andreone @taller.riovioleta | Fotos: Shira Haas Profile
Poco Ortodoxa tensiona religión, rituales, opresión y deseos. Un recorrido que va desde la pretensión de la mujer como un objeto reproductivo para la perpetuidad del clan hasta la pregunta que irrumpe en el mandato cultural: ´y si no soy para mí, ¿quién es para mí?´
Cuando le niegan la palabra a una persona que quiere ser libre, sus gestos hablan por ella, sus expresiones gritan. Por eso Esty (interpretada por Shira Haas) lo dice todo sin decirlo. Su cuerpo se libera antes que ella: se va soltando poco a poco, desnudando a un mundo nuevo, corriendo el riesgo.
Poco ortodoxa, la serie creada por Anna Winger y Alexa Karolinski y dirigida por María Schrader está inspirada en la vida de Deborah Feldman (aunque se corre del libro original), una joven que se libera de la comunidad Satmar de Nueva York, que adhiere al judaísmo jasídico. Como en otras culturas ortodoxas, se pretende a la mujer como un objeto reproductivo para la perpetuidad del clan, donde la satisfacción del marido y el desmedro de los sentires propios aparecen en los silencios. Todos los rituales religiosos, tomados de la más estricta ley judía, dan cuenta de ello. En la boda, el tiempo entre la entrega del padre y el recibimiento del marido joven y fértil, ella es un fantasma, una desaparecida. El ritual, como gesto, construye.
El cuerpo como camino hacia la libertad
En su rostro, sus expresiones, Esty descubre gestos de resistencia y liberación. “No soy normal”, le dice a Yanky (su marido, interpretado por el actor Amit Rahav) cuando lo conoce. Se sabe distinta. No admite lo que no es. Su cuerpo no se lo permite. A la inversa de la idea clásica del cuerpo como cárcel del alma, esta vez el alma se vuelve prisión del cuerpo, una idea elaborada por Foucault en Vigilar y castigar: el poder que se ejerce sobre el cuerpo sometido del condenado en la modernidad genera la producción de una especie de alma real que surge del castigo, el control, la vigilancia y la disciplina. El alma que deviene de los cuerpos colonizados, de «aquellos a quienes se castiga, de una manera más general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa, se corrige, sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia”, según palabras de Foucault. Pero el cuerpo, como territorio de disputa, está dominado por el deseo (esa fuerza descontrolada, ese impulso de ser). De esta manera, Esty va construyendo, en la gestualidad de su cuerpo, sus sueños de libertad, aflorando de afuera hacia adentro.
En ese sentido, hay en la serie todo un lenguaje que no es oral, que tiene que ver con los cuerpos, la vestimenta, la manera de relacionarse y de pararse ante las diferentes situaciones. Esty va haciendo su camino hacia la libertad, quitándose las capas que esconden su cuerpo, que lo silencian y lo hacen vivirlo como “una fábrica de bebés”, un lugar para la vergüenza y donde la intimidad está vedada hasta para el marido. Por eso, también, se cierra ante la violación comunal, familiar y marital (algo que las viejas costumbres llaman vaginitis y tratan con todo tipo de productos y coersión psicológica). Las mujeres oprimidas bajan la mirada, se encurvan, bajan hombros y los brazos, sus rostros se pliegan sobre sí mismos, pero la expresividad de tal angustia es también resistencia.
Y en ese quitarse capas hay una literalidad: la peluca, las medias, las mangas largas que cubren sus brazos, para dejar mixturarse con esa cultura nueva y poder usar jeans o un vestido con escote. Y sus gestos (los de la magistral Shira Haas) van diciendo antes que las palabras. Del llanto desgarrador cuando su cabeza es rapada y escondida tras una peluca para que ningún atisbo de piel haya en esa mujer ya casada, al gesto con miedo y sensación de libertad de dejar andar en el agua, que siempre purifica y aliviana, esa misma peluca. Así, su cabeza rapada deja de ser el estigma de la víctima para ser disfrute y encajar en una cultura donde los gestos de libertad no llaman la atención ni generan censura. Se trata, en definitiva, de recuperar el propio cuerpo para sí misma.
La memoria judía
La liberación personal de Esty es, también, un peregrinaje, donde es necesario atravesar el trauma histórico de sus antepasados.
El movimiento jasídico reúne a las y los sobrevivientes del holocausto. Se trata de una memoria traumática, nacida del dolor, del encierro, de la huida por largos desiertos, de la supervivencia, del miedo al enemigo en casa; un monstruo criminal que merodea todos los espacios. ¿Cómo se sale de ese trauma para construir una comunidad a partir del amor? La serie apuesta a ello. El gesto final entre Yanky y Esty (que no spoilearemos) va en ese camino. El respeto hacia la mística yasídica, su idioma, y el origen de las actrices y los actores, de parte de la directora y el asesor Eli Rosen (que interpreta al rabino), hablan de una intención de intervenir para seguir construyendo comunidad a través de nuevos gestos. La serie es pedagogía de esperanza en todo sentido. Ninguna comunidad es estática, va cambiando hacia formas de convivencia nuevas, nacidas de la batalla entre lo viejo y lo nuevo, de las generaciones que van naciendo. La lucha judía por la memoria está por encima de todo ello.
El pueblo judío es el único antiguo que sobrevivió, a pesar de todos los intentos por aplastarlo. Su concepción de la lucha cultural como perpetuidad de un Estado supra territorial fue y es de vanguardia. El éxito de la empresa no hubiera sido posible sin los sectores ortodoxos, que son los sionistas. Pero también de los sectores progresistas (no sionistas), críticos y flexibles, que apostaron a la confluencia de culturas, y transmitieron memoria de otra manera.
Intercambio entre mundos y lo universal de las opresiones
Uno de los debates abiertos por esta serie es la convivencia de dos mundos aparentemente antagónicos, uno cerrado y atrasado; el otro, abierto y moderno. Acá se nos plantea a los espectadores un dilema ético y una gran cantidad de preguntas: ¿Cómo aceptamos lo ancestral sin cuestionar sus violencias inherentes a la época? ¿Cuestionar esas violencias nos hace faltar el respeto a su cultura? ¿Cómo resiste una cultura con fuertes raíces antiguas a la voracidad del sistema por homogeneizar y globalizar las costumbres? Adherimos a la diversidad multi-cultural, pero…. ¿Cuál es el límite? ¿Qué hacemos con las leyes fundacionales de una subcultura cuando entran en contradicción con las leyes surgidas de la democracia moderna? ¿Cómo rescatamos de todo eso su componente contrahegemónico: la enorme fuerza de resistencia de su cultura, la memoria por sobre todas las cosas, los lazos solidarios y redes de ayuda y contención, la cercanía con su dios, la intensa lectura y debate de sus libros sagrados, etc.?
Sin embargo, Poco ortodoxa tiene el acierto de no enfocarse a juzgar la cultura judía ortodoxa y no utilizar el conocimiento profundo sobre su cotidianeidad y sus ritos como una manera de distanciarse de otras culturas. Por eso se vive un clima de opresión universal hacia las mujeres, donde cada quien puede identificarse. De nada sirve horrorizarnos ante ritualidades y costumbres que tienen que ver con tantos siglos de opresión, sufrimiento y muertes, si nos deja afuera de percibir las opresiones que seguimos teniendo en nuestra propia cultura porque están más vedadas y, posiblemente, más interiorizadas en nuestra cabeza.
Pero ahí es donde radica la identificación que logra esta serie con tantas historias propias, porque quién no siente que nuestras abuelas en un pueblo de provincia han vivido bajo la tutela de sus maridos, confinadas a sus casas y obligadas al arrepentimiento y a la misa dominical obligatoria. Quién no ha escuchado, de esas mismas abuelas, pequeñas victorias rebeldes que nos emocionaron. Decirle que no a un patrón que quería algo más que la lavada de sábanas; contar chistes con doble sentido en un susurro a sus nietas y nietos; permitirles a sus hijas lo que no le dejaron a ella. O alguna tía que andaba descalza por el pueblo sólo por el hecho de que le gustaba “andar en patas” con la perra que compartía su comida del mismo plato. ¿Cuántos hombres casados se acostaron con esas mujeres? ¿Cuántos fueron señalados a diferencia de las miradas de reojo hacia ellas? ¿Cuántas veces, al igual que Esty, no pudieron ser penetradas por sus maridos sin dolor, porque el deseo se escurría con la vida cotidiana y él nunca aprendió a hacerlas disfrutar a través de la piel, la caricia o la admiración?
En otras palabras, muchas de las cosas que nos espantan de la dinastía Satmar, también las reproducimos en nuestra sociedad. Y además, ¿quién nos dice si en el futuro, otrxs observadorxs vean nuestras costumbres como reglas de comportamiento ridículas para esconder violencias veladas? Todo el andamiaje en torno a la heteronorma y la familia clásica está en juego.
La contradicción como motor de los personajes
Pero, lo sabemos, esta contradicción entre las subculturas ortodoxas y la sociedad moderna tiene un punto en común en las reglas capitalistas para el progreso socio-económico. ¡En eso están de acuerdo!
Y hay un personaje que condensa la descomposición de ambas sociedades y las une en un punto: Moishe Lefkovitch (el primo de Yanky Shapiro, interpretado por el actor Jeff Wilbusch), quien no tiene problemas para recurrir a la coerción violenta, las apuestas, el juego y la prostitución. Él también es una oveja negra, pero es varón y funcional a la perpetuidad del clan. Y es el recurso de presión utilizado por el rabino (el líder del clan) para encarar una tarea sucia (no importa los medios, sino el fin). La comunidad decide que no puede darse el lujo de una desobediencia por el lado más vulnerable, la mujer recién casada. El rabino lo sabe y por eso envía a Moishe: un descarriado que fue luego perdonado y recibido en la comunidad, y por lo tanto se transformó en una especie de mercenario para salir a buscar a las ovejas perdidas. Puede entrar y salir de ambos mundos con un carnet de «fuera de consciencia».
Pero así como las contradicciones tienen su lado más crudo en Moishe, otro de los aciertos de la serie es el amor y la falta de juzgamiento moral con el que se trabaja a los personajes: así como la mujer es oprimida y perseguida, Yanky sufre la obligación de tener que ser un “buen varón” y es obligado a “ser más duro con su esposa” que no se comporta de la manera aceptada para la comunidad. Vigilado y bajo el mando permanente de su madre, Yanky tiene que lidiar con sus propios sentimientos y su interioridad para poder ser un “hombre” como todos los demás.
Y están, también, la madre y la abuela de Esty. Una madre odiada por la cultura en la que fue criada Esty, puede ser un ejemplo cuando puede salirse de ese punto de vista y generar otro donde el deseo propio ya tiene un lugar. Y la abuela, quien no pudo dejar de ser víctima, pero quien le abre su mayor secreto de disfrute: la ópera como un lamento reparador. El canto hebreo como un grito, para romper la piedra que pesa sobre un pueblo. Y es, a la vez, quien le niega la otra parte de la familia y la educa bajo los preceptos Satmar, quien prefiere olvidar a una nieta que abandona el barco, aunque la persiga la culpa de haberle negado una parte de su historia.
Esty recorre el camino clásico del “héroe”, pero esta heroína poco tiene de armas y de escollos relacionados con la fuerza física. El camino para encontrar su propia voz le implica poner el cuerpo (ese cuerpo menudo, en apariencia frágil) para irse al lugar más temido por su pueblo: Berlín. Un recorrido que no se trata de una huida, sino que para encontrarse viaja al núcleo del trauma, Alemania. Donde nacieron, donde vivieron, donde murieron miles, donde la historia tiene su génesis, y el reencuentro es con el grito de sus antepasadas.
*Nadia Fink es escritora, periodista y editora. Integra la Editorial para niños, niñas y adolescentes Chirimbote.
**Martín Azcurra es periodista y diseñador gráfico. Escribe sobre cine. Integra la Editorial para niños, niñas y adolescentes Chirimbote.